Creo que hay una cosa que hemos entendido mal del capitalismo. Nos hemos contado que el progreso industrial nos iba a hacer felices por las conquistas materiales, por el consumo, porque podríamos tener muchas cosas como coches y casas Pero no era verdad.
No era el consumo. Si en algún momento creímos que podíamos ser felices dentro de la economía industrial, era porque ofrecía -o prometía ofrecer- un lugar en la sociedad para todas las personas. Era el mito del hombre normal: Hace 40, 60, 80 años, la promesa de un buen trabajo daba un papel en la sociedad, la posibilidad de ser relevante, de contribuir, de tener sentido, de ser de utilidad para los demás. Y el consumo material no era más que el sistema contable en el que se explicitaba ese valor.
Un señor que tenía un avión privado -por poner el caso más extremo- no era feliz por tener un avión, sino porque todo el mundo sabía que solo la gente más valiosa de la sociedad tenía aviones. Un avión era una manera de decirle a la sociedad y a uno mismo cuanto valías. Un numero muy gordo en tu contabiilidad personal, un significante.
Ahora que resulta que hay un montón de niñatos nepo comprando aviones y los ultraricos se han convertido en el enemigo público número uno, tener un avión no sólo no suma a esa contabilidad, más bien resta.
A pie de calle ocurre lo mismo. Tener la estantería llena de figuritas de Lladró era la manera de decirle a tus invitados, sin decirlo, que a ti te sobraba el dinero para gastarlo en chismes de mil euros que se rompían con mirarlos. Pero cuando se hizo posible copiar tan al detalle las figuritas de Lladró que eran indistinguibles del original, perdió todo el valor la estantería. Hoy cuanto menos dinero hay en una casa, más figuritas, y a la inversa.
Cuando las casas terminaron de llenarse de figuritas, los países se dispusieron a llenarse de nuevas casas. Cuando eso también se acabó, todo el mundo se quedó mirando fijamente a la tecnología, esperando que produjera un nuevo invento que siguiera echándole leña al fuego de la producción industrial. Si el coche, y luego la lavadora, y luego las figuritas de Lladró, y luego las casas, habían impulsado el crecimiento durante tantos años, seguro que vendría otra cosa, ¿no? Los coches voladores o las casas domóticas o algo. Pues no. No vino.
Vinieron muchos más chismes pero ya ninguno cumplió ese papel. No vino nunca más un bien material que trajera bajo el brazo lo que anhelamos los humanos, que no es consumir más y más, sino tener sentido.
Y es que, por diversas razones, el trabajo se está despeñando como proveedor de esa función. No solo porque cada vez hay, proporcionalmente, menos buenos trabajos, sino porque el trabajo se ha convertido en un artefacto demasiado simplón para poner en valor a una persona en el siglo XXI.
Las personas hoy tienen unas expectativas mucho más altas sobre su vida que las que puede cubrir un puesto de trabajo. Hay muy pocos trabajos -¿quizá el de médico?- que puedan cubrir las expectativas de realización personal de una persona media en el siglo XXI. La gente quiere ser mucho más que lo que ofrece el mercado laboral y esto es, no lo olvidemos, ma-ra-vi-llo-so.
Así que si bien el capitalismo ha sido el mecanismo más eficiente de la historia para proveer a toda la humanidad de bienes materiales, se está demostrando completamente incapaz de adaptarse y proveer a las personas de sentido y valor social. Al contrario, todo lo que hace el capitalismo es despojar a las personas de su valor percibido: con la vivienda serializada, con el trabajo industrial, con la homogeneización del consumo.
En este lío está la raíz de la crisis de mi generación. Un ejército de millennials y GenZ que no entienden ese malestar difuso que les corroe y que se manifiesta en una insatisfacción sin causa definida. ¿Por qué se encuentran mal si tienen de todo? ¿Por qué se encuentran mal si han alcanzado los estándares de consumo que tenían sus padres o que se esperaba de ellos? (O casi, en todo caso). ¿Son unos niños mimados por no querer trabajar? ¿Por querer separarse?.
Y es que están mirando la contabilidad equivocada. Lo que tenían sus padres y de lo que ellos carecen era esa percepción de valor, de sentido. Era la posibilidad de hacer algo distinto de lo que se esperaba de ellos. De crecer, de desarrollarse, de tener una idea propia de progreso personal.
Las hordas que se fajan estos días en terapia están aprendiendo un poquito de esto. Pero muy poquito, porque los psicólogos no pueden aventurarse más allá de lo que se puede arreglar en consulta y esto es algo que tenemos que resolver como sociedad. Y es, ni más ni menos, que enfrentar el fin del trabajo como indicador del valor de la gente en el siglo XXI.
Y como no podemos vivir sin valorarlo todo -porque somos así de mentecatos- no nos queda otro remedio que inventarnos otro sistema contable, otra manera de juzgar el valor propio y ajeno.
Yo intuyo que ese nuevo sistema contable tiene que ver con el arte. Con que cada uno de nosotros saque de si mismo ese artista que su padre le prohibió ser, y el que le prohibió ser su abuelo a su padre.
Cuando digo “arte” no me refiero, claro, solo a la pintura o a la escultura, sino a cualquier manifestación del ingenio y de la creatividad humana, a todo lo que hacemos con ánimo de conectar con otras personas, de decir algo de nosotros mismos que sea relevante para los demás.
Por eso creo que el camino es empujar para que en el siglo XXI haya por todas partes escritoras y guionistas y actores y cómicas y matemáticas y bailarines y diseñadores y fotógrafos y cantantes y editores y pintoras y poetas y cocteleras y pasteleros y periodistas y make-up artists y muchas cosas que todavía no nos hemos ni imaginado.
Y muchas más “empresarias” y emprendedoras de proyectos en el sentido más amplio de la palabra. Porque la formulación más perfecta del arte es quizás poner en marcha un proyecto al servicio de los demás, sea una cafetería, una escuela o una asociación cultural.
Fíjate que este nuevo paradigma tiene una virtud maravillosa y es que no es competitivo. No hay un número limitado de artistas que puedan coexistir, como sí ocurre con el número limitado de personas que pueden trabajar de ingeniero en la Renault. Al contrario que en este capitalismo tardío, en la edad de la abundancia sí puede volver a haber un papel para cada persona.
Y en esa edad, seguramente, cada uno de nosotros será, en sí mismo, una obra de arte.
Pero esto da para otro artículo.
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Me gustan tus artículos porque mueven a pensar. No obstante, tengo una duda sobre este párrafo:
«…si bien el capitalismo ha sido el mecanismo más eficiente de la historia para proveer a toda la humanidad de bienes materiales, se está demostrando completamente incapaz de adaptarse y proveer a las personas de sentido y valor social».
Me parece que el capitalismo (mezclado con el neoliberalismo rampante de las últimas cuatro o cinco décadas) no solo es incapaz de ofrecer sentido, ya que en realidad apuesta por una deshumanización para desintegrar el tejido social, sino que tampoco es capaz de proveer de medios materiales. Es evidente que el capitalismo se funda sobre la base de la acumulación de bienes, lo cual siempre tiende a generar desigualdades.
No es solo que nos encontremos faltos de estímulos o poco realizados, es que sin poder tener unas mínimas necesidades cubiertas, es imposible concentrarse en otros aspectos más íntimos de la personalidad.
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