Entre finales de los años 90 y los primeros 2000 se produjo una discusión en un oscuro rincón de la realidad donde se estaba jugando el destino del mundo. Lo sé, porque yo estaba allí, en los primeros 2000 frecuentaba muchos espacios físicos y virtuales de hackers y aficionados a la tecnología.
La aparición de un lenguaje nuevo y un protocolo común había puesto en marcha Internet y, con ella, la posibilidad de conectarnos y de compartir información de manera continua con todo el mundo.
Años después, la democratización de los blogs y las redes sociales hicieron posible que todo el mundo pudiera tener su cuarto propio en la red. Pero en los 90, en los 2000 y hasta que llegó Facebook, éramos muy pocas personas verdaderamente conectadas, en el sentido que hoy le damos a ese término. La mayoría de la gente usaba internet para consultar información estática, ni siquiera los periódicos tenían versión web.
A través de listas de correo, servidores de chat basados en texto y las primeras webs de libre publicación, una avanzadilla de teóricos, técnicos y activistas mantuvieron -mantuvimos- un debate muy intenso sobre la ética, la naturaleza y el futuro de la red y del conocimiento. Una conversación que se extendió durante muchos años como apartada del resto del mundo, casi en aislamiento.
Una de las discusiones más importantes de aquellos años giraba en torno a la propiedad intelectual. Había dos bandos: de un lado, Microsoft era el exponente del software “propietario”, un tipo de software cuyo código es secreto y que prohíbe su redistribución y su modificación por terceros. Del otro, un enjambre de hackers presionaba para que el estándar del software fuera “libre”, esto es, para que se pudiera usar, compartir, modificar y distribuir una vez modificado, libremente y sin restricciones.
Bienes públicos y bienes privados
En economía, los bienes se dividen entre privados y públicos. Los bienes privados son competitivos, o sea, que su consumo priva a un tercero de consumirlos. Si yo me como un tomate, otra persona no puede comerse ese mismo tomate; competimos por su consumo. Por el contrario, los bienes públicos son aquellos donde el consumo no priva a ninguna otra persona de consumirlos. Por ejemplo, las ondas de radio. Si tú escuchas la radio, no estás privando a nadie más de escucharla.
La economía que conocemos tiene mucha facilidad para ocuparse de los bienes privados, porque son fáciles de contar y de medir. Un kilo de tomates es un kilo de tomates pero, ¿cuántas reproducciones “pesa” una canción? ¿Cuántas remezclas pueden hacerse de ella?. La economía tiene enormes dificultades -incluso para comprender- los bienes públicos.
Los que defendían que el software debía ser propietario entendían que la información -y por ende, el conocimiento-, era y tenía que seguir siendo un bien privado. Los que defendían que el software debía ser libre argumentaban que la información (el software no es más que información) era de facto y por naturaleza un bien público, que sólo podía considerarse privado si se limitaba artificialmente su distribución protegiéndolo con un montón de normas y castigos.
Eran dos visiones radicalmente opuestas batallando por la ética de la red.
Los teóricos del software libre de aquellos años eran gigantes. Uno de ellos, John Perry Barlow, escribió en 1994 un texto que definió lo que estamos viviendo hoy con tanta precisión que leerlo asusta, como si hubiera venido del futuro para contárnoslo.
Se llamaba “Vender vino sin botellas” y hablaba sobre cómo la información, hasta aquel momento, era indisociable de los formatos físicos en los que se imprimía (los cds, los dvds, los periódicos en papel, etc). Y como estaba atrapada en su contenedor, las leyes de la propiedad intelectual estaban construidas sobre esos soportes, no sobre la información en sí. Cuando, con la aparición de internet, la información se separó de su carcasa en el mundo físico, las leyes de la propiedad intelectual ya no podían protegerla:
El acertijo es el siguiente: si nuestra propiedad se puede reproducir infinitamente y distribuir de modo instantáneo por todo el planeta sin coste alguno, sin que lo sepamos, sin que ni siquiera abandone nuestra posesión, ¿cómo podemos protegerla? ¿Cómo se nos va a pagar el trabajo que hagamos con la mente? Y, si no podemos cobrar, ¿qué nos asegurará la continuidad de la creación y la distribución de tal trabajo?
Puesto que carecemos de una solución a lo que constituye un desafío completamente nuevo, y al parecer somos incapaces de retrasar la galopante digitalización de todo lo que no sea obstinadamente físico, estamos navegando hacia el futuro en un barco que se hunde.
Esta nave, el canon acumulado del copyright y la ley de patentes, se creó para transportar formas y métodos de expresión completamente distintos de la vaporosa carga que ahora se le pide que lleve. Hace aguas por dentro y por fuera.
Los esfuerzos legales para que el viejo barco se mantenga a flote revisten tres formas: una frenética reordenación de las sillas de cubierta, firmes avisos de que si la nave se hunde habrán de enfrentarse a duros castigos criminales y una actitud fría y serena que se desentiende del problema.
Y eso fue lo que pasó, precisamente. En aquellos años, un montón de cosas, como las películas o los discos, que hasta entonces habían sido indiscutiblemente físicas, indistinguibles de un coche o un tomate, de pronto abandonaron su cuerpo físico y, como por arte de magia, tomaron otro carácter en la red.
En respuesta, en los años ochenta y noventa, las películas para niños siempre comenzaban con una pantallazo amenazante, que te recordaba que podías ir a la carcel si copiabas ese vídeo.
Igual fueron aquellos pantallazos y la constatación de que no pasaba nada y nadie venía a llevarte preso si copiabas un VHS, los que nos inmunizaron a todos contra las letanías sobre la propiedad intelectual. A aquellas macroempresas distribuidoras de contenidos les pasó lo mismo que a Pedrito con el lobo, que de tanto intentar asustar, ya nadie les creyó.
Lo que es seguro, como recordarás, es que en los años 2000 el mundo se llenó de “piratas” que compartían música y películas en volúmenes inéditos, en un sistema distribuido donde no había nadie al cargo y nadie ganaba dinero. Todo lo que era susceptible de ser copiado, se copiaba y se compartía desinteresadamente.
De pronto, de tener que bajar al videoclub a por cada película, pasabas a tener un disco duro con centenares, si no miles, de títulos. Gigas y gigas de información contribuyeron a crear el apetito por el entretenimiento que hoy alimenta el inmenso mercado global de contenidos audiovisuales contemporáneo.
¿Se volvió el mundo inmoral en los 2000? ¿De verdad se llenó de piratas? Yo creo que no. La razón por la que la inmensa mayoría de la población no obedecía las leyes del copyright es que no las consideraba justas. Los usuarios del P2P, que habían crecido en la idea de que el mundo era infinito y no había por qué competir por los bienes, se daban cuenta de que la información era un bien público y no era competitivo. No le estábamos haciendo daño a nadie al compartir información, como no le habíamos estado haciendo daño a nadie cuando copiabamos cintas de cassette o cuando grabábamos las canciones de la radio. La información era un bien público. Los hackers habían ganado la batalla de la ética de la red en la opinión pública.
En aquél momento se materializó por primera vez de manera explosiva una brecha entre dos generaciones. Durante años hubo campañas que comparaban copiar una canción con robar un coche. Las personas de la generación anterior, que se había criado en la escasez, o bien eran militantes contra las descargas y lo entendían, efectivamente, como un robo, o bien se seguían comportando como si la información fuera un bien escaso, y se dedicaban a almacenar todo lo que descargaban en CDs y DVDs que luego metían en carpetitas, para estupefacción de sus hijos.
Los hijos, por el contrario, entendíamos perfectamente que no tenía sentido almacenar un bien que era tan abundante como el aire, como no hubiera tenido sentido almacenar ondas de radio.
Por primera vez, emergía una cosa que yo llamo la ética de los hijos del optimismo. Una generación, que había crecido en los 80 y los 90 pensando que todo iba a ser abundante y debía ser compartido estaba escribiendo las normas de Internet. Aquella fue la primera vez que se produjo un inmenso desencuentro entre el status-quo y esta generación; entre la manera antigua de ver el mundo y una nueva. Entre la ética de la escasez y la ética de la abundancia.
El 30 de abril de 1993 es una fecha clave de la batalla entre la ética de la escasez y la ética de la abundancia. En los primeros años 90, internet era un territorio muy pequeño donde se estaban tomando decisiones que tendrían implicaciones enormes. En aquel momento, la WWW, que es el protocolo por el que, todavía hoy, creamos y servimos páginas web, estaba naciendo. Algunos grupos, como el Centro Nacional para la Aplicación de la Supercomputación de la Universidad de Illinois, querían que la web fuera un producto comercial y que hubiera que pagar una licencia para usarlo. Querían, como hacía Microsoft, controlar la web y cobrar por ella.
Pero el 30 de abril de 1993 el creador de WWW, Tim Berners-Lee, que trabajaba para el laboratorio CERN en Ginebra, movió al dominio público el código de la Web, de manera que ponía a disposición de cualquiera, sin restricciones de uso o de pago la tecnología que usamos hoy millones de personas para comunicarnos. Era una decisión ética, política, profundamente anclada en una lógica abundante de ver el mundo. La web sería de todos. Y sigue siendo.
Obstinadamente físico
Ha pasado mucho tiempo y el mundo ha ido cambiando, pero en los casi 30 años que han transcurrido desde la publicación de Vender vino sin botellas, este fenómeno no ha hecho más que acelerarse.
Lo que me obsesionó durante años fue esa referencia del texto de Barlow a todo lo que no fuera “obstinadamente físico” que iba a convertirse en digital y, por ende, dejarían de aplicarle las leyes de la propiedad que regían el mundo de los bienes privados.
“Obstinadamente”.
Parecería que ser “físico” es un estado binario: o se es, o no se es. Un tomate es un ente físico, como un coche. Las ondas de radio no lo son. No parece haber ninguna duda.
Pero no. Si te paras a pensarlo, hay poquísimas cosas que sean obstinadamente físicas; cosas que no sean, en esencia, información. Como ocurrió con la música, las películas, las ideas y el software, muchísimos objetos que pensábamos que eran productos físicos, son en realidad información envuelta en una carcasa, como si fuera un CD o un DVD.
Veamos algunos ejemplos:
En primer lugar, la tecnología: Los medicamentos y las vacunas son una fórmula. La tecnología (médica, armamentística, de comunicaciones o la que sea) es una combinación de software y diseño. Las líneas de investigación más prometedoras de la ciencia pasan por utilizar organismos modificados genéticamente para curar enfermedades.
En segundo lugar, los procesos: Nos hemos hecho tan expertos en buscar información y en tomar decisiones que ya no necesitamos ni agencias de viajes, ni corredores de seguros, ni asesores financieros. Hemos sustituido procesos mecánicos muy tediosos, como la inspección fiscal o la vigilancia de fronteras, por algoritmos. Y hemos dado al traste con muchísimos establecimientos sustituyendo un montón de tareas que hubieran requerido un soporte físico (como ir al banco o a la delegación local de Hacienda) por una gestión digital.
Pero, ¿y el tomate? ¿Sigue siendo físico? Solo a medias. Incluso la vida basada en carbono se puede entender como una forma de información. Todo lo que somos, todas las características que nos definen, están reflejadas en nuestro ADN, que es una cadena de información. Algunos biólogos, como Richard Dawkins, proponen que todo nuestro ciclo de vida, el hecho de que nazcamos, nos desarrollemos, nos reproduzcamos y muramos, no es nada más que la estrategia de nuestro ADN para crear copias exactas de sí mismo de un individuo a otro.
Por eso también en la última frontera, en ese lugar donde pensamos que existen las cosas “obstinadamente físicas”, como los tomates, se está produciendo una carrera armamentística para saltar al plano de la información. Ya existen varias compañías produciendo proteinas a partir de bacterias modificadas genéticamente, o con una combinación de electricidad y CO2 extraido de la atmósfera.
En esencia, estas empresas están haciendo con las proteinas lo mismo que internet hizo con la música, o la impresión 3D con los componentes: separar la información (el ADN) del soporte (el animal) y reproducirla infinitamente en cualquier lugar. El ecologista George Monbiot denomina a esta práctica la “tecnología medioambientalista más importante del mundo”, porque nos va a permitir generar toda la proteína y las grasas que necesitamos para vivir sin acabar con el planeta y sin sufrimiento animal.
Pero hay otra razón por la que incluso los bienes que consideramos obstinadamente materiales, como los coches o los tomates son, cada vez más, bienes inmateriales. Cuando evaluamos el valor de un producto, lo podemos descomponer de distintas maneras, por ejemplo, en función de la inversión que realizamos para crearlo.
Cuando Henry Ford creó los primeros coches en los años 20 del siglo pasado, necesitó mucha mano de obra (los obreros de la fábrica), maquinaria (la cadena de montaje), materia prima (los materiales), conocimiento (diseño) y gestión (la organización de la fábrica). Imaginemos que invirtió en cada uno de estos factores un 20% del total del coche. Tanto el diseño, como la gestión y la tecnología para crear la maquinaria, eran ya en su día información.
Pero hoy, el precio de las materias primas está en mínimos de los últimos 100 años, porque cada vez es más fácil acceder a ellas y transportarlas. La tecnología disponible para fabricar coches se ha universalizado y en lugar de un fabricante, hay centenares. La mayor parte de los trabajadores han sido sustituidos por máquinas (Que son, recordemos, software y diseño). El valor del coche ha dejado de estar en los materiales que lo componen y cada vez más está en el diseño, el valor percibido de la marca y la tecnología que incorpora. Y además los fabricantes se gastan otro 10% de su presupuesto en marketing.
El valor de los productos materiales cada vez deriva menos de las materias primas y más de sus componentes inmateriales. Mientras el silicio de los chips que tiene un coche moderno es un recurso limitado, la marca, la tecnología y la experiencia que nos ofrece conducirlo es abundante. Así que donde antes había 8 o 10 fabricantes en el mercado mundial, ahora hay centenares, y cada vez habrá más.
Red Bull es la última gran marca en entrar en el lucrativo mercado de las bebidas azucaradas. En 2019, vendió 7.500 millones de latas por casi 6.000 millones de dólares en todo el mundo. Aun está lejos de los 37.000 millones de dólares que facturó Coca Cola en el mismo ejercicio, pero es la primera gran empresa moderna en convertirse en un gran actor en ese mercado. Pero Red Bull no es realmente un fabricante de bebidas. De hecho, externaliza la fabricación, el embotellado y la distribución de sus botellas en todos los países en los que opera. La actividad de Red Bull y el producto que vende es su marca.
Por eso, es propietaria de dos clubes de Formula 1, cinco equipos de futbol, un equipo de hockey, decenas de festivales y en 2021 fueron la primera compañía en lanzar a un hombre desde el espacio en paracaidas a la tierra, con decenas de millones de personas observando en todo el mundo. Cuando compras una lata de Red Bull estás adquiriendo una experiencia, una sensación, lo que pasa es que te cuentan que está contenida en unos mililitros de líquido.
Como con una lata de Red Bull, la mayoría de las cosas que consumes son mucho más marca que producto. Mucha más información que materia prima.
Un cambio de época
Hay un dicho muy manido que dice que no estamos ante una época de cambios, sino ante un cambio de época. Y es verdad. Se está produciendo ante nuestros ojos una transformación colosal, inédita en la historia de la humanidad. Quizás la más grande de las metamorfosis que ha vivido nuestra especie, más relevante que la introducción de la agricultura y del comercio.
Casi todas las formas de valor que conocemos están mutando de ser bienes privados -escasos, limitados- a ser bienes públicos -abundantes y cuasi-ilimitados. Las cosas que nos hacen falta para vivir y ser felices están pasando de ser un recurso por el que hemos de competir, a ser un recurso que podemos disfrutar todos sin competir entre nosotros.
Como pasó con la música, cada vez más cosas se “liberan” de la cápsula material que las ataba a un mundo escaso (no podemos producir infinitos CDs) y saltan a un mundo abundante, donde no tenemos que competir por utilizarlas.
Y esta transformación no se limita a los bienes.
Volviendo a Barlow, hay una condición de la información que llevamos observando desde hace 30 años, que explica cómo se ha transformado el mundo y en qué dirección avanza. Como hemos visto, la información se puede reproducir hasta el infinito sin que se incremente el coste y sin que su propietario original deje de disponer de ella. Es decir, que la información no se rige por las leyes de la escasez: es abundante.
Y como la información es un bien abundante y cada vez más cosas de las que son importantes para nosotros se pueden entender (e intercambiar) como información, nuestra forma de vida está cambiando también hacia esa abundancia:
Es un tópico decir que el dinero es información. A excepción del krugerand, la calderilla y los contenidos de los maletines que se suelen asociar a los capos del narcotráfico, la mayor parte del dinero del mundo informatizado está cifrado en unos y ceros. El suministro global de dinero se propaga por la red con fluidez meteorológica. También es evidente que la información se ha vuelto tan fundamental para la creación de la riqueza moderna como antaño lo fueran la posesión de tierras y la luz solar.
Lo que no es tan obvio es hasta qué punto la información está empezando a tener un valor intrínseco, no como un medio para adquirir sino como objeto de la adquisición. Supongo que, de manera menos explícita, esto siempre ha sido así. En la política y en el mundo académico, poder e información siempre han mantenido un vínculo estrecho.
Sin embargo, ahora que la información se compra cada vez más con dinero, vemos que comprar información con otra información es un mero intercambio económico que no precisa la conversión en otra moneda. Esto supone cierto desafío para quienes gustan de tener las cuentas claras, ya que, al margen de la teoría de la información, los tipos de cambio de la información son demasiado escurridizos como para cuantificarlos con cifras decimales.
No obstante, casi todo lo que compra un estadounidense de clase media tiene poco que ver con la supervivencia. Compramos belleza, prestigio, experiencia, educación y todos los oscuros placeres de la posesión. Muchas de estas cosas no sólo se pueden expresar en términos no materiales, sino que además se pueden adquirir por medios no materiales.
Y luego están los inexplicables placeres de la propia información, el deleite de aprender, saber y enseñar. Esa sensación extraña y agradable de que la información entra y sale de uno mismo. Jugar con ideas es un divertimento por el que la gente debe de estar dispuesta a pagar mucho, dado el mercado que tienen los libros y los cursillos. Estaríamos dispuestos a gastar aún más dinero en este tipo de placeres de no haber tantas oportunidades de pagar las ideas con otras ideas.
Esto explica mucho trabajo «voluntario» colectivo que llena los archivos, los foros y las bases de datos de Internet. Sus habitantes no trabajan de balde, como se suele creer. Se les paga con algo que no es dinero. Es una economía que consiste casi por completo en información. Puede que ésta se convierta en la forma dominante del comercio humano, y si seguirnos empeñados en modelar la economía sobre una base estrictamente monetaria quizás nos equivoquemos seriamente.
Estos “voluntarios” a los que se refiere Barlow eran una pequeña armada de tecnólogos, hackers, editores, programadores e ingenieros que populaban la red en 1994 y que se organizaban en comunidades distribuidas donde la moneda de cambio eran el prestigio o la confianza.
Muchas de las aplicaciones que usamos hoy en día sin pararnos a pensarlo, fueron creadas por programadores voluntarios. La más importante, Linux, es un sistema operativo libre creado y mantenido durante décadas por miles de programadores "voluntarios" y que hoy es la piedra angular de internet.
Todos los 500 supercomputadores del mundo usan este sistema operativo. Linux es, además, el estandar en la gestión de los servidores que luego nos sirven las webs y las apps que usamos a diario. Es también la base del sistema operativo Android y está detrás de muchísimos dispositivos de uso cotidiano, desde smartTVs hasta cajeros automáticos y cohetes de la NASA.
El kernel (la parte central del software) de Linux tiene 28 millones de líneas de código. Algo así como toda la obra de Shakespeare, cuidadosamente creado y mejorado bit a bit por una inmensa mente colmena donde los liderazgos se crean por prestigio y competencia técnica y donde no se pagan salarios.
Pero lo que en 1994 hacían unos pocos “voluntarios” moderando listas de correo, hoy es una práctica habitual toda laa sociedad y, seguramente, del 100% de los que nacimos después de 1975.
Todos tenemos una actividad en la economía de la abundancia: compartir en redes sociales, aprender, crear contenido, resignificar contenido de otras personas, participar todos los días en muchas conversaciones, etc. Las personas más prominentes de nuestra sociedad continuamente contribuyen a ese ecosistema con elementos de muchísimo valor. Cuando vamos al mercado de trabajo a buscar empleo, o cuando buscamos un ascenso en la empresa, o cuando queremos vender un servicio como freelances, nuestro valor inmaterial pesa mucho más que nuestro currículum. Y cuando buscamos pareja, también. Y cuando buscamos amigos.
La gran transformación de la era de la abundancia no se produce en la sustitución de un producto físico -un DVD- por otro digital -una descarga-, sino en la sustitución en la manera en que satisfacemos necesidades por mecanismos completamente distintos. Si en la sociedad del siglo XX nos aportaba prestigio comprar un coche usando dinero, en la sociedad de la abundancia compramos ese prestigio en las redes sociales o en las relaciones sociales, y lo pagamos ofreciendo información relevante para nuestro público; pagamos en información.
Y lo hacemos todos. Desde el adolescente que hace bailes en TikTok al catedrático de historia de la estrategia militar que explica en Twitter los pormenores de la guerra de Ucrania, hasta la abuela que publica en Facebook las fotos de sus nietos para que las vean los parientes lejanos. Lo que pasa es que algunos lo hacen mejor que otros. Nuestra vida, la de una gran parte de las personas que habitamos hoy este planeta, es cada vez más inmaterial, más colaborativa y más abundante.
¿Pero no estamos al borde del fin del mundo?
Yo sé que es muy difícil encajar esta idea con todos los mensajes que recibimos a diario sobre un mundo finito que se derrumba. El relato de nuestro tiempo es que el mundo es cada vez más escaso, y cada vez habrá que pelear más por los recursos.
Pero esta es una visión profundamente anticuada y anclada en una manera de mirar del siglo XX, donde el único horizonte que nos damos como sociedad es que la gente siga satisfaciendo sus necesidades adquiriendo más y más objetos materiales y, por tanto, estresando las recursos del planeta.
Mientras tanto, en todas esas cosas que se han vuelto abundantes en los últimos 30 años habita, nada más y nada menos que la la posibilidad de una nueva promesa de progreso para toda la humanidad. Gran parte de la abundancia que producimos en la actualidad sigue capturada detrás de una maraña de regulaciones y convenciones sociales pero, ¿Y si acabasemos con esas barreras? ¿Y si nos empeñasemos en conseguir que todo lo que puede ser abundante llegue a todo el mundo?
¿Y si hiciésemos que el acceso a internet fuese gratuito, abundante y no hubiese contratos individuales de suministro sino que las ciudades tuvieran su propia red, como ocurre con el alumbrado? ¿Y si diéramos a cualquier persona, de cualquier edad, la posibilidad de seguir aprendiendo por placer y gratuitamente en las universidades, apoyados en recursos digitales a través de esas redes? ¿Y si impulsáramos que las noticias estuvieran al alcance de todos y que la música y los libros y las películas no tuvieran barreras?
¿Y si hiciéramos obligatorio que todos los descubrimientos científicos, vacunas, patentes, innovaciones y demás, que se producen total o parcialmente en universidades públicas, estuvieran en el dominio público? ¿Y si nos empeñáramos en que romper todas las barreras que nos atan a la escasez y al sobreconsumo material?
Porque todas estas cosas que hoy nos siguen pareciendo escasas, en realidad, no lo son. Son como los CDs en los 90, información encapsulada en un corpus material del que podemos deshacernos.
Y más aun, ¿Y si lleváramos esta ética de la abundancia a cada rincón de la vida? ¿Y si reconociéramos que en la sociedad del conocimiento, explorar es el nuevo trabajo? ¿Y si empezásemos a poner en valor a la gente por lo que aprende y no por cuantas horas se deja en una oficina repitiendo un dia detrás de otro la misma tarea?
¿Y si nos reconociéramos que el amor es lo primero que es esencialmente abundante y nos diéramos más modelos de familia y de pareja y de amistad, y más contratos sociales para que las personas puedan vivir su amor en la forma en que mejor les convenga?
¿Y si nos reconociéramos que cada persona es, en sí misma, un ser abundante y complejo (que contiene multitudes) y nos autorizáramos a vivir la identidad como un proceso con muchas fases y muchas caras, en lugar de como una imposición que nos obliga a elegir y vivir en la escasez?
La ética de la abundancia puede ser una nueva promesa para el siglo XX. Y de alguna manera está llegando ya. Como cuando emergió una ética de las descargas, hoy millones de personas están haciendo una cultura en algunas redes sociales que está de espaldas a los mitos de la escasez del siglo XX.
Se trata de abrazar esa ética. Bienvenidos a la edad de la abundancia.
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Muy interesante y muchas gracias por compartir 👏🏽 - una pregunta, entendiendo tu punto donde todo debería ser más libre… quien o como se decidiría que es ético y que no? 🙈