Si hay un evento que define nuestras vidas, es la crisis financiera de 2008; eso que hemos acabado llamando la “Gran Recesión”.
La crisis nos pilló, o recién incorporados a la vida adulta, o a punto de incorporarnos. Cuando la economía mundial se vino abajo como un castillo de naipes, hubo 5 veces más despidos entre menores de 24 que entre mayores de 45. Si hoy tienes menos de 45 años, es muy probable que tú fueras uno de ellos.
Nos hemos hartado de oír hablar de la magnitud de la tragedia: de la gente que perdió su trabajo, su casa, de los bancos que quebraron llevándose por delante industrias enteras y de la ristra de cierres de empresas. No se entiende el mundo sin la Gran Recesión.
Pero hay otra cosa verdaderamente extraordinaria de aquella crisis de la que se habla poquísimo: en 2008 pasó algo que no había pasado nunca antes y el mundo dejó de crecer, hubo un antes y un después.
Desde los inicios del mundo industrial, en todas las crisis anteriores siempre había habido un rebote y las cosas habían vuelto a su cauce. Pero en 2008 el crecimiento económico nunca volvió a ser lo que era. No volvió a haber cada vez más y mejores puestos de trabajo. Los nuevos puestos de trabajo eran malos, precarios y con poca posibilidad de ascender a ningún otro sitio. Las casas siguieron siendo tan inaccesibles como antes del crack y a los bajos salarios se sumaron a la carga de un alquiler o de una hipoteca que se comía los ingresos. Las familias, donde ahora ambos miembros tienen la obligación de ser competitivos profesionalmente, viven ahogadas entre las tareas del hogar, los gastos y el trabajo.
Es esa anomalía, y no tanto la crisis en sí misma, lo que ha determinado nuestras vidas desde entonces. ¿Qué pasó en la Gran Recesión que fue tan diferente del resto de la Historia?
Nadie desde la economía ha sabido explicar todavía por qué no volvió el mundo a la senda de crecimiento, los economistas llaman a este fenómeno “el enigma de la productividad”.
La productividad de una economía es lo que produce, dividido entre el trabajo que emplea para producir. Imaginemos un país diminuto que solo produce maiz. Si produce 100.000 euros de maiz al año, con 10.000 horas de trabajo, la productividad de ese país es de 10 euros/hora.
El crecimiento de la productividad es la mejora en la cantidad de producción por cada unidad de trabajo empleada. Ese mismo país, si con el tiempo encuentra formas más eficientes de cultivar y cosechar el maíz, podría aumentar la cantidad de maíz producido con la misma cantidad de trabajo. Si implementa nuevas tecnologías o técnicas que les permiten producir 120,000 euros de maíz con las mismas horas de trabajo, eso representa un crecimiento de la productividad de 10 euros por hora a 12 euros por hora, un 20%.
Durante los años del periodo industrial y, sobre todo, durante los últimos años del siglo XX, la productividad creció a gran velocidad. Pero en torno a 2000 dejó de crecer y nadie sabe por qué, si cada vez hay más tecnología y aparentemente cada vez somos capaces de producir más con menos, la productividad no crece.
Y en este dilema tan técnico se esconde un problema colosal, y es que la promesa de progreso que nos habíamos hecho durante muchas décadas recaía sobre esa idea de que la productividad iba a seguir creciendo con las mejoras tecnológicas. La confianza en que cada vez iba a haber mejores salarios y más riqueza (y más redistribución), reposaba sobre que se crearan cada vez más y mejores empresas con puestos de trabajo cada vez más productivos.
Como dice el premio nobel de economía y gurú de la socialdemocracia global, Paul Krugman, “la productividad no lo es todo pero, en el largo plazo, lo es casi todo. La capacidad de un país de mejorar su calidad de vida depende casi exclusivamente de su habilidad para elevar la producción por trabajador”.
Y el problema es desde que la productividad ha dejado de crecer, a nadie se le ha ocurrido ninguna otra idea de progreso. Al contrario, hacemos como que seguimos esperando a que vuelvan los tiempos pasados como quien espera a Godot cuando, en realidad, nadie tiene una hoja de ruta para que vuelvan. Así que vivimos en una sociedad sin un plan. Sin una idea de progreso y de vida buena.
Ocurre entonces una cosa grotesca: como no tenemos otro plan, nadie se atreve a cuestionar si el que teníamos era viable en el largo plazo. Curiosamente -o, quizás, no tanto-, nadie en la economía ni en la política se pregunta si se podía seguir creciendo a aquella velocidad del siglo XX, no por los límites del planeta, que ese sería otro debate, sino simplemente si tenía sentido, si había un futuro posible en esa dirección en la que iba el mundo.
El futuro que se imaginaba la sociedad al final del siglo XX era ese en el que el crecimiento seguía disparado muchos años más. En el año 2000 la revista Time publicaba un monográfico sobre cómo sería el mundo en 2025.
“Las economías de los cazadores-recolectores dominaron durante cientos de miles de años antes de ser eclipsadas por las economías agrarias, las cuales gobernaron durante unos 10,000 años. Luego vinieron las economías industriales. La primera comenzó en Gran Bretaña en la década de 1760, y la primera en terminar comenzó a desaparecer en los Estados Unidos a principios de la década de 1950. Estamos a mitad de camino en la economía de la información, y de principio a fin, durará de 75 a 80 años, terminando a fines de la década de 2020. ¡Prepárate para la próxima: la bioeconomía!”
La bioeconomía era un lugar donde los puestos de trabajo más demandados eran “ingenieros de tejidos”, que diseñaban nuevos tipos de piel u órganos humanos, los “programadores genéticos” que se dedicaban a modificar personas y los “farmeros”, a medio camino entre granjeros y farmaceúticos, que cultivaban cosas a medio camino entre la alimentación y la medicina, como tomates antibióticos.
No solo es evidente que esto no ha ocurrido, es que además ahora sabemos que el progreso, cuando salta de la sociedad industrial a la de la información, ya no produce puestos de trabajo en las fábricas, sino muchos malos puestos de trabajo en la economía de servicios básicos y algunos puestos muy bien pagados en la economía de la información y en la tecnología. La tecnología, a partir de cierto umbral, no produce más productividad, sino menos. La productividad era un indicador de la sociedad industrial y está muriendo con ella.
En retrospectiva, no es difícil entender que era imposible mantener esos niveles de crecimiento pre-crisis simplemente porque no tenían sentido ni en aquél momento. El consenso general sobre el futuro en los 80, los 90 y los 2000 era una tecno-utopia en la que lo menos disparatado eran los coches voladores.
Al final del siglo XX el mundo estaba borracho de progreso y esa borrachera, en el cambio de milenio, se volvió un monstruo.
En 2006, Cajamadrid publicaba el siguiente anuncio que no te puedes perder:
¿Cómo podía una caja de ahorros pública decir en televisión que el dinero nos hace libres, jóvenes y guapos, nos permite tener hijos y casarnos tantas veces como queramos?
Algunos datos:
Entre 1990 y 2008 se multiplicó por 4 el dinero en circulación en todo el mundo.
La deuda pública se elevó por encima de los niveles de la primera guerra mundial y marcó un sub-record histórico, solo superado los niveles de la segunda.
Y esto fue lo que pasó con la bolsa:
Y con los precios de la vivienda:
¿Eran sostenibles estas trayectorias? ¿O era esa sociedad una gigantesca, monstruosa burbuja que no tenía sentido una vez que la gente ya tenía too much of everything?
Nada explica esa borrachera y el sinsentido de la idea del futuro de la sociedad del siglo XX como la producción de universitarios.
Entre 1985 y 2020 se duplicó el número de universitarios. En España, en 1986 estudiaban algo menos del 20% de los jovenes menores de 25, hoy casi la mitad de los menores de 34 tiene un título de educación superior. En EEUU y en otros países, las cifras son muy similares.
Mientras tanto, el número de trabajos que requieren un título universitario está descendiendo y el 25% de los graduados europeos están sobrecualificados para su puesto de trabajo (en España, es el 40%).
En todas partes, las universidades siguen produciendo un montón de graduados cada año, más de lo que el mercado laboral va a necesitar en un futuro cercano. Y cuando estos chavales salen y no encuentran trabajo como esperaban, les echamos la culpa diciendo que tendrían que haber estudiado otra cosa, como ingeniería. Pero ahí seguimos, sacando miles de graduados año tras año, sabiendo que en muchos campos ya hay saturación. En España se gradúan unas 10.000 personas en periodismo cada año, pero apenas hay 8.000 periodistas trabajando en todo el país. En la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en Argentina, hay casi 40.000 estudiantes matriculados!
El número de universidades, el número de plazas que ofrecen, era el sueño del siglo XX de que todos los niños pudieran ser periodistas, abogados y lo que quisieran. Su frustración es el encuentro con la realidad del siglo XXI.
El crecimiento económico entre los 50 y los 90 tuvo casi todo que ver con la mejora sustancial y real de las condiciones de vida de la gente. Muchos países construyeron la mayor parte de su parque de viviendas, infraestructuras y servicios públicos en esos años, dando lugar a una economía industrial que produjo ese sueño del desarrollo eterno.
En los años 90, cuando esa tendencia ya daba todos los síntomas posibles de agotamiento, el mundo se dio a una carrera hacia adelante. Muchos países se lanzaron a construir más y más vivienda. Otros crearon burbujas como la de las dot-com en EEUU y, más tarde, la de los activos tóxicos inmobiliarios.
Era un mundo desbocado, pero sin horizonte, más allá de aquél de echar más madera, que es la guerra.
Cuando pinchó la burbuja, ya no había cómo reconstruir nada porque todo aquello había sido todo un monumental espejismo.
Hay varias cosas relativamente fáciles de hacer, que nos sacarían de este no lugar en el que estamos en la historia. Una es reconocer que no necesitamos que la gente trabaje 40 horas a la semana, ni 35, ni seguramente 30. Que la semana laboral de 4 días es un horizonte de progreso tangible para toda la humanidad que nos hace falta para que todo el mundo pueda seguir participando de la economía.
Otra es reconocer que la universidad no nos va a proporcionar directamente un puesto de trabajo, pero que eso no hace que sea menos valiosa. ¿No sería maravilloso darnos esos años (también a quienes ya no tenemos 20 años) para estudiar por placer o por desarrollo personal? Cuando no sabemos cuáles serán los trabajos del futuro, ¿qué sentido tiene que sigamos formando a los jóvenes rígidamente para los trabajos de hoy?
Y la última es que la tarea de este momento no es ni más ni menos que imaginar y consensuar un horizonte nuevo de progreso para la humanidad. Este blog va de aportar un pequeño granito de arena a esto último. Si te parece que es una tarea importante, te invito a suscribirte y aportar tú también el tuyo.
Seguimos!
Me ha encantado la lectura. Muchas gracias Maria!