Hace unos días, el ex-primer ministro británico Gordon Brown publicaba en The Guardian un artículo sobre el auge de la extrema derecha y la relación entre la insatisfacción que atenaza a la sociedad y el crecimiento cero.
"Habiendo vivido una década de crecimiento consistentemente bajo, el continente [europeo] está ahora dividido entre una minoría optimista pero en declive, que todavía se aferra a la expectativa de que una marea creciente levante todos los barcos, y la mayoría creciente y más pesimista que ahora ve la vida como un juego de suma cero."
Tengo que reconocer que tengo auténtica fascinación por el hecho de que este fenómeno, que es como un gigantesco paquidermo en la habitación de todos, recabe tan poquísima atención de los medios y de la opinión pública.
Porque a nadie, a nada que lo piense, se le escapa que lo que señala Brown es exactamente el monstruo que está a punto de comerse a la sociedad del siglo XXI. A saber: que ya nadie se cree que vaya a volver el sueño de la prosperidad del siglo XX, pero tampoco tenemos otro ideal para reemplazarlo.
Y esa minoria que espera que la marea vuelva a levantar los barcos es el status quo, que se empeña seguir hablando de reindustrialización y de trabajo garantizado y para toda la vida porque, basicamente, no se le ocurre ninguna otra cosa.
Así, Brown propone que hagamos en Europa lo mismo que está haciendo Biden en EEUU. Joe Biden vio venir al monstruo cuando las clases medias blancas del midwest americano dejaron de votar a los demócratas por falta de una propuesta de futuro frente a la decadencia de su forma de vida industrial. Su solución, la que llevamos usando 100 años y que ha funcionado en el pasado, fue echar más leña al fuego. Bajo su mandato EEUU ha vuelto a invertir en infraestructuras y en reindustrialización como si lo fueran a prohibir y ha conseguido mantener su economía a flote y el empleo en máximos históricos.
Y, sin embargo, el apoyo de los votantes a los demócratas no se ha movido sustancialmente. No parece que la solución propuesta termine de convencer a las mayorías.
Porque en la historia no hay “re” que valga y esto lo sabe muy bien la gente a pie de calle. Más aún: es que la mayoría de la gente tampoco quiere volver a ese plan de trabajar 40 años de dependiente en una tienda en horario partido. No es solo que no podamos volver atrás, es que no queremos.
El error es la premisa: pensar que estamos en un escenario de crecimiento cero. Es una idea que nace de una comprensión del crecimiento que solo admite lo que la economía industrial quiere medir.
En los años de la revolución industrial, hubo una lista interminable de procesos que pasaron del ámbito privado a los mercados: La ropa dejó de hacerse en casa y nació una industria de la moda; los niños dejaron de cuidarse en la familia y se crearon guarderías y escuelas infantiles; la educación sacó la formación de los jóvenes de los gremios; el cuidado de las personas mayores pasó a realizarse en residencias; la ropa dejó de lavarse a mano y se vendieron millones de lavadoras; se instalaron sistemas de calefacción en las casas que dependían de un combustible que no se podía recoger -como la leña- y que había que comprar en el mercado; las familias dejaron de cultivar su propio huerto y de hacer su propio pan. Con cada tarea que salía del hogar, se creaba demanda de empleo en las fábricas, en las tiendas y en los servicios públicos.
Para producir todas estas cosas, se utilizaron recursos naturales que hasta el momento no estaban en los libros de contabilidad. Las minas, los yacimientos de petroleo, el suelo agrario y, sobre todo, el suelo urbano, se incorporaron a la contabilidad nacional. Hoy, dos tercios de la riqueza total del mundo está “guardada” en ese suelo. Poca broma.
¿Estaba creciendo el mundo? ¿O se estaba trasladando la satisfacción de necesidades de una esfera de la realidad que la economía no medía a otra que sí? Hubo un poco de todo. Pero el caso es que el mundo registró durante los años del periodo industrial tasas de crecimiento del 2%.
Lo que está ocurriendo ahora es el proceso inverso: la economía cada vez mide menos cosas porque las personas -sobre todo las que nos hicimos mayores con Internet y con la capacidad adquisitiva muy mermada- cada vez satisfacemos más necesidades -como el aprendizaje, el ocio, el entretenimiento, la toma de decisiones o la consecución de status social- fuera de los mercados. Y este fenómeno produce un espejismo, una ilusión óptica de falta de crecimiento, mientras la vida cambia y crece cada vez más deprisa.
Porque claro que el mundo está cambiando y está creciendo. Para empezar, estamos universalizando la educación, aprender hoy está al alcance de cualquiera, aunque no sume al PIB. Por mucho menos de lo que se pagaba hace 40 años por unos pocos CDs, tenemos acceso a toda la información, toda la música, todos los documentales y todos los libros que queramos leer. Aunque no sume al PIB.
La gente viaja y descubre y conoce muchas más cosas de las que se podía haber imaginado hace 40 años. Aunque no sume al PIB. Como consecuencia de la distribución masiva de la información, muchos procesos físicos se han abaratado hasta hacer accesible para toda la humanidad cosas que antes no estaban al alcance de casi nadie. como tener acceso a un banco. Y hasta la mal llamada “inteligencia artificial” generativa es hija de la colaboración entre departamentos científicos que se produce en el ámbito de la academia, y no en los mercados.
Solo desde el punto de vista de esos europeos de clase media que solo entienden el progreso en términos de propiedad material y que tenían la expectativa de seguir en su misma trayectoria de crecimiento indefinidamente se puede entender esa percepción de que no hay crecimiento.
En otras palabras, no es que no exista crecimiento. Es que el “crecimiento”, el progreso de la sociedad, se está produciendo fuera de lo que mide la economía. La economía industrial ya no es suficiente para explicar el mundo. Y quizás nunca lo fue, pero mientras sirvió para reflejar la medida en la que mejoraban nuestras vidas, dio el pego. Ya no nos sirve, y cada vez va a servir menos.
Hay dos gigantescos conflictos que emergen de esta transformación. Uno es que a medida que la distribución de la información saca cosas de los mercados, cada vez hay menos cosas invertibles. Cada vez hay menos empresas que requieran mucho capital y una gran inversión y que produzcan una rentabilidad garantizada. Así que el capital se ha movido en masa al único sitio de donde espera poder seguir sacando una rentabilidad sine-die: a la vivienda.
Como consecuencia, la vivienda ha pasado de representar en torno al 7% de los ingresos de toda la vida de una familia, a representar el 40%. Más allá del impacto en la vida de la gente, la tragedia de esta tendencia es que la vivienda no produce puestos de trabajo, solo engorda el ciclo capital-beneficios-capital, o sea, se reinvierte para seguir extrayendo rentas.
Cuanto más dinero dedicamos a la vivienda, menos buenos puestos de trabajo, en un círculo vicioso que no acaba nunca. Es esto, y no la falta de crecimiento, lo que produce esa percepción de escasez. Es fascinante -o no- que nadie hable de ello.
Y segundo. Mientras esto ocurre, seguimos exigiendo que la gente resuelva su vida en esa economía menguante. Esta es la crisis de la generación que se hizo mayor en los 2000. Vivimos con la exigencia de conseguir lo que nuestros padres tenían -o más- en una economía cada vez más pequeña y más extractiva. Mientras tanto, la actividad que realizamos fuera de la economía, que para nosotros es la forma natural de estar en el mundo, no computa en la vara de medir de la sociedad. Como consecuencia, tenemos una percepción de acuciante de escasez y falta de futuro.
La salida de ese círculo vicioso pasa por impedir que la especulación siga extrayendo rentas que no le pertenecen. Pero la clave estará en imaginar una nueva sociedad donde el trabajo industrializado ya no sea la centralidad de la vida. Por eso hay que poner en marcha una agenda que haga que todas las cosas que pueden ser abundantes en el S XXI estén al alcance de todos.
Como decía Arthur Clarke, guionista de 2001, odisea en el espacio, “el objetivo del futuro debe ser el pleno desempleo, para que podamos jugar”.
Guau, genial artículo, María. Qué lucidez para escribir y desentrañar el problema. Gracias por poner el foco en algo tan importante. Sí, en efecto, muchas de nuestras necesidades no se reflejan en los gastos que hacemos, aunque la tendencia del capital es a mercantilizarlo todo más y más. Y el problema de la vivienda es tremendo, y la globalización lo está agravando porque la gente que viene de fuera puede permitirse alquileres y compras a un precio mucho más elevado que los nacionales. Llevo tiempo debatiendo esto con los amigos y no vemos una solución clara, parece que simplemente habrá un desplazamiento fuera de las urbes de moda y hacia los pueblos y habrá que aceptar estándares de vida peores. Salgo que nos unamos al movimiento regenerativo, que es lo que queremos hacer nosotros, yendo a vivir y trabajar en ecoaldeas y comunidades intencionales. Un abrazo! M.
Creo que hay una errata en esta frase "Cuanto más dinero dedicamos a la vivienda, menos buenos de trabajo, en un círculo vicioso que no acaba nunca." ¿Puede aclarar si está bien?, porque no entiendo el significado
En todo caso, la felicito por su excelente aportación. La sigo desde hace poco y admiro sus reflexiones.