Tengo, como casi todas, un dolor que va y viene en la parte superior de la espalda. En el día a día, se manifiesta como un pinchazo en el cuello pero, cuando entra en fase aguda, me quedo tiesa como una Barbie que solo puede mover el cuello robóticamente de izquierda a derecha sin cambiar la expresión facial.
Como de dolor de espalda tenemos todas un master, sé que lo que tengo mal no es el cuello, sino que viene de una contractura en el trapecio derecho que me he provocado usando la mano para escribir, para usar el trackpad del ordenador o para usar el móvil.
Aplicar calor y calmantes cuando me duele mucho alivia, pero nunca va a arreglar el problema.
Algo parecido ocurre con el mercado de la vivienda. En los últimos años han saltado las alarmas porque los precios de la vivienda han subido tanto que ponen en juego las expectativas vitales de mucha gente, sobre todo de muchos jóvenes. Las generaciones que se incorporan ahora a la vida adulta van a dedicar casi la mitad de sus ingresos de toda la vida a pagar este bien de primera necesidad.
Estamos en una fase de dolor agudo porque los precios no paran de subir, pero el precio solo es la manifestación de un problema más profundo que necesitamos entender, si queremos arreglarlo. La contractura no se va haciendo que te duela menos.
Tenemos que ir a la raiz: ¿De dónde viene el problema del acceso a la vivienda?
Para responder a esta pregunta tenemos que acercarnos a los fundamentos económicos que se esconden detrás de lo que está ocurriendo, y empezar por preguntarnos dónde reside exactamente el valor de este bien. En otras palabras, qué es lo que estamos pagando.
Creo que es fácil entender que la razón por la que la vivienda es un activo tan rentable hoy tiene muy poco que ver con los inmuebles en sí mismos. Un magnifico edificio, si lo sacamos del centro de Madrid y lo colocamos en mitad de un campo de amapolas en La Mancha, no vale ni lo que cuesta construirlo. Algunos inmuebles, que muchas veces tienen cientos de años de antiguedad, se revalorizan sin que los propietarios hagan nada sustancialmente valioso con ellos, mientras otros muy similares se devaluan.
Lo que da y lo que está cambiando el valor de las viviendas es la ciudad. Desde hace varias décadas, hay una tendencia imparable a la movilidad y a la concentración urbana: la población de todo el mundo se está moviendo a algunas ciudades y abandonando otras. Siguiendo esa tendencia, el suelo urbano sube o se desploma.
¿Que suban los pisos en Londres, tiene que ver con el carácter de los pisos? ¿Son mejores las viviendas en Londres que en Essex? ¿Tiene que ver, acaso, con sus propietarios? ¿Hay alguien dispuesto a pagar más por un piso porque sea de tal o cual persona?
Es evidente que no. Tiene que ver con que los inversores creen que Londres va a seguir atrayendo demanda en los próximos años. Y esa percepción emerge de la tracción cultural, económica y política que ejerce la ciudad, no de los propietarios.
Porque tampoco es cierto, como se suele pensar, que la vivienda suba en las ciudades grandes y baje en las pequeñas. El precio de la vivienda no es una función de los cambios de población. Más bien sube en las ciudades que están teniendo éxito, y baja en las que están perdiendo la partida global de la competitividad urbana. Igual que las acciones de una empresa suben o bajan en función de las perspectivas de esa empresa.
Glasgow y Edinburgo son las dos grandes ciudades escocesas. Separadas por unos pocos kilometros de distancia, tienen cifras similares de población y las mismas normas administrativas. Sin embargo, la vivienda en Edinburgo es un 30% más cara. Edinburgo se está consolidando como una urbe global atractiva que, con sus festivales, sus universidades y sus startups, se percibe como un activo al alza. Glasgow, por el contrario, lleva muchos años en crisis intentando encontrar su identidad una vez que su modelo industrial se vino abajo.
Nueva York lleva muchísimo tiempo siendo una ciudad inmensa, pero el precio del inmobiliario no ha crecido siempre. Durante los años en los que la ciudad perdió tracción, la vivienda se mantuvo plana.
La ciudad no es un conjunto de edificios. Es un conjunto de personas. Ese conjunto de personas con sus ideas, con su energía, con sus tránsitos, con su música, con sus empresas, con sus restaurantes, con sus universidades, con sus redes, con sus instituciones, con sus cambios y con su estilo de vida es lo que genera riqueza.
Esa riqueza es muy difícil de capturar, porque se puede consumir sin competir con otros. Mucha gente puede disfrutar del mercado laboral tan dinámico de Londres o de su escena cultural sin pagar un duro, así que es muy difícil atrapar esa riqueza y hacer negocio con ella.
Y ese fenómeno va a más. Con la progresiva desaparición de la economía industrial, una parte cada vez más importante de la riqueza que produce el mundo se encuentra en el espacio que hay entre las personas: en su atención y en su tendencia a estar cada vez más juntas, en las ciudades.
Así que lo que hace el capital, que busca desesperadamente una rentabilidad, es que se mete en el único sitio donde puede capturar ese valor, y ese lugar es el mercado inmobiliario. Es como un pescador que llega a un rio y pone una red en el cauce. No está haciendo el río, no es responsable de su ecosistema, ni de su mantenimiento ni de su diversidad, ni de su riqueza, pero se lleva un trozo de lo que el río produce. Extrae valor del río. De ahí el motto fundacional de la industria: location, location, location.
En otras palabra: el activo es LA CIUDAD, no la vivienda. La vivienda se ha convertido en un mecanismo de captura de las rentas que generan las ciudades.
La ciudad es un bien común. Es como un río, un delta o un bosque. Genera riqueza y nos permite capturar una parte, monetizarla. Pero se tiene que ordenar con criterios de equidad y sin perder nunca de vista que quien se lucra con la riqueza urbana está explotando un recurso colectivo. Los arrendadores -no solo de vivienda, también de retail, oficinas, etc.- son esos pescadores que ponen la red en la ciudad.
Si se mira desde aquí, se entiende mucho mejor qué está pasando con el mercado inmobiliario: que no genera ninguna riqueza, solo captura la que generan otros.
Y se entiende también cómo se puede ordenar más allá del control de precios, porque ya tenemos muchos ejemplos para explotar bienes comunes: desde las licencias que tienen los mariscadores en las playas de Galicia a los derechos de regadío.
¿Cómo debería ordenarse la vivienda, si es una forma de extracción de valor de un bien común que es la ciudad?
Si concluimos que el suelo urbano o, dicho de otra manera, el espacio que hay entre nosotros, es nuestro primer bien común, aquello que necesariamente compartimos pero que no nos pertenece a ninguno individualmente, entonces cae por su propio peso que la ciudad debería ordenarse como este tipo de bienes.
Los bienes comunes se ordenan siguiendo dos principios fundamentales: acceso y sostenibilidad. Cuando pensamos en el agua, por ejemplo, nos damos cuenta de que un principio de gestión del agua es que todos tengamos acceso (en igualdad) y, el otro, no acabar por desecar el acuifero.
Reserva de valor vs bien de inversión
Por lo tanto esa idea que nos ha traído hasta aquí, esa de ser un “país de propietarios” seguiría teniendo sentido, en tanto que si todos podemos ser propietarios, todos tenemos acceso al bien común. Los ciudadanos deberían poder ser propietarios de la parte que les corresponde de la ciudad. Que cada uno tengamos una vivienda o que haya agrupaciones sociales que tengan una serie de viviendas para un colectivo, parece tener sentido en este modelo.
Tiene sentido también en tanto que reserva de valor. Uno va ahorrando en la vida mientras compra una vivienda y, cuando la vende, recupera su ahorro y lo puede dedicar a otros fines: la herencia de sus hijos o una jubilación deseada.
El sentido común de la población todavía es este. La gente lo que quiere es comprar vivienda porque entiende perfectamente el acuerdo. Uno compra, participa de la vida urbana, su vivienda se va revalorizando y, cuando la vende, recupera todo ese ahorro de una vida.
Pero cuando empezamos a pensar ya no en un país de propietarios que tienen una reserva de valor, sino en un país de rentistas, de personas que buscan una rentabilidad cobrando el alquiler a otras porque unos tienen la propiedad y otros no, vamos en contra de la gestión del bien común, porque ahora hay unos que tienen acceso y otros que no.
Y lo que es peor, empezamos a asumir que caminamos hacia una sociedad dual donde hay unos que tienen los bienes y otros que viven para pagar por el uso de esos bienes.
Y da exactamente igual quienes sean unos y quienes sean otros. Da igual si es la abuelita del quinto o un fondo de inversión saudí, si damos carta de naturaleza a que existan unos actores que se lucren con el inmobiliario, necesariamente estamos asumiendo que habrá otro grupo social que trabajará para pagar el alquiler.
Por eso el problema no es de precio. Incluso si contuviéramos los precios, en este modelo en el que asumimos que unos tengan vivienda y otros, no, condenamos a una parte de la población a pagar una especie de impuesto por no haber podido comprar, mientras otros pueden generar rentas sin generar valor, solo porque tenían el capital para invertirlo. Será una sociedad feudal, con independencia de quienes sean los señores o de si el precio de la leva es prohibitivo, o no.
La idea es que los habitantes de una ciudad, los ciudadanos, porque somos partícipes de esa generación de riqueza, porque somos peces en ese río que es la ciudad, deberíamos no solo poder acceder a la parte que necesitamos para vivir en ella, sino también poseer una parte, ser copropietarios de la ciudad. A beneficiarse colectivamente de esa riqueza que genera la ciudad. El derecho a la vivienda no es solo un derecho habitacional: es un derecho al ahorro, a invertir los ingresos de tu vida en un territorio. Pero esto debería ser verdad para todos los ciudadanos, no solamente para los que se lo pueden pagar.
Prestación de servicios
Quedaría por resolver cómo atendemos a las personas que, por sus circunstancias, no quieren tener una vivienda en propiedad. Por ejemplo, porque están todavía decidiendo dónde quieren vivir, o porque están en la ciudad de manera transitoria.
Tendría sentido en este caso que haya un parque de alquiler para atender esta demanda. Pero la oferta de vivienda para este tipo de actividad debería ordenarse como las otras actividades económicas que se producen en la ciudad: con una licencia.
Y los ayuntamientos deberían, como hacen con cualquier otro servicio, regular el número de licencias de vivienda en alquiler y vigilar a los actores que prestan ese servicio para garantizar unos estándares de calidad de los que ahora, por desgracia, carecemos.
Lo que no tiene ningún sentido es que todas las actividades económicas en la ciudad requieran una licencia (desde poner un bar hasta conducir un taxi, o un UBER, o una clínica dental), pero cualquiera pueda coger una parte del bien común que es el parque de viviendas y explotarlo como negocio, da igual que sea para vivienda turística o para alquiler. Cuando alguien coge una vivienda y la alquila, retira una parte del recurso que demandan los ciudadanos, que no solo es tener un techo sino poseer una parte alicuota de la ciudad.
Esa dinámica produce sobreexplotación del bien. El negocio de la vivienda en alquiler es el responsable de que estemos desecando el acuifero: que ya no haya viviendas para comprar porque se están usando todas para hacer negocio.
Veamos qué ocurre con cada tipo de propietario de viviendas en este modelo:
Quien tiene una vivienda para vivir se queda igual, nada cambia.
Quien tiene una o más viviendas alquiladas tiene que solicitar una licencia o dejar de alquilarlas. Podrá optar por tenerla vacía, pero una parte muy importante optará por venderlas, porque ya no serán un activo del que se puedan extraer flujos de caja (ingresos regulares). Si la vende, con seguirdad, a la velocidad a la que han subido las viviendas en los últimos años, ganará dinero, y lo podrá invertir en la economía productiva, que falta le hace.
Quien no tiene vivienda tiene la opción de vivir en una de alquiler con licencia y con garantías, o de comprar, ahora que muchas más viviendas de grandes tenedores están saliendo al mercado.
Exigir una licencia a los propietarios que quieran alquilar un piso tendría varios efectos muy positivos:
Haría emerger el mercado negro del alquiler, ya que no podría vivir ninguna persona ajena a una familia en una vivienda sin licencia de alquiler.
Permitiría vigilar los precios y establecer los topes que se están proponiendo estos días y que son muy difíciles de hacer cumplir.
Impediría que las inmobiliarias cobraran comisiones ilegales y que hubiera otros abusos de poder, ya que los propietarios se arriesgarían a perder la licencia.
Enviaría el mensaje a los inversores internacionales de que a España no se puede venir a sacar rentas de la vivienda y moderaría la escalada de precios.
Los ayuntamientos podrían regular el número de viviendas en alquiler que hay en cada barrio en función de la demanda, como se hace con todas las demás actividades económicas.
Y lo más importante, estaría alineado con la demanda de la mayoría de la gente, que es tener una vivienda en propiedad para sentirse ciudadano y partícipe.
No estoy completamente de acuerdo pero reconozco que hay argumentos válidos .
Los compradores de vivienda en parte han contribuido al valor de la ciudad al invertir en el mercado inmobiliario de la ciudad , sea el centro o zonas limítrofes que hace un tiempo se pensaba que eran el fin del mundo y ahora se valoran, tomaron un riesgo e invirtieron, suficiente ? , no se, al final es un mercado libre.
Y esa inversión se rentabiliza por una venta posterior o por un alquiler , que hay de malo ?
Se de gente que alquila una casa para vivir y alquila la suya propia, al final no tanta diferencia entre una casa o acciones de Amazon
Bueno , si .. si yo hubiese comprado acciones de Amazon o Apple en vez de comprarme mi casa … ahora teclearía desde mi avión privado
Yo sobre el actual problema de vivienda en las grandes ciudades veo poca solución, y las pocas que hay nadie las va a llevar a cabo:
1) La fácil: construir hacia arriba. No existen realmente impedimentos técnicos a esto, solo impedimentos legales. Más casas = mas oferta = menor precio. Nada impide VPO de 100 plantas hacia arriba. En otras partes del mundo lo llevan haciendo décadas.
2) La difícil: poner un límite legal al nº de viviendas que una persona física o jurídica puede tener, ojo a esto, en la misma localidad.
Pongamos que decimos que el límite por localidad son 3 viviendas.
Bien, tenemos 8.000 municipios, alguien podría potencialmente tener 24.000 viviendas, luego el límite al libre mercado es relativo.
Pero eso sí, usted señor boomer no puede tener 15 pisos en Madrid, usted señor fondo de inversión no puede tener 6.000 viviendas en Madrid.
Se da un plazo de 5 años para vender las viviendas "sobrantes", y a partir del año 6, multas.
Esto inundaría el mercado de viviendas a la venta, lo que bajaría los precios y permitiría a muchos acceder a una primera vivienda y a su vez ahorrar.
Por otro lado, esos propietarios recibirían cantidades económicas importantes a las que buscarían sacar rentabilidad, en el mercado financiero o invirtiendo en empresas, por lo que al final se beneficiaría la economía en su conjunto, porque la inversión improductiva inmobiliaria sería sustituida por inversión productiva empresarial, industrial o financiera.
Ahora bien, el límite de viviendas que existen es el que hay, es decir, que o construimos más o no salen las cuentas.
En cualquier caso, en mi opinión no hay solución. La mentalidad rentista es algo que está en el ADN español desde la época del lazarillo de Tormes.