¿Por qué no se acaba (de una vez) el trabajo?
¿Cómo puede ser que estemos, al mismo tiempo, aterrados por quedarnos sin trabajo y hartos de trabajar?
John Maynard Keynes hizo en 1929 una predicción: en 100 años, (o sea, hoy) la productividad habría crecido tanto que no necesitaríamos trabajar. Como a medida que la economía industrial avanzaba, éramos capaces de hacer más con menos, llegaría un momento en que casi no serían necesarias las personas en la economía.
Pero el trabajo -ya entonces- se había vuelto una parte tan importante de la estructura social que, para resolver los conflictos que produciría su desaparición,
“procuraríamos extender el pan sobre la mantequilla: es decir, hacer que el trabajo que aún quede por hacer se reparta de la manera más amplia posible.
Turnos de tres horas o una semana laboral de quince horas podrían aplazar el problema durante mucho tiempo. Pues tres horas al día son suficientes para satisfacer al viejo Adán que habita en la mayoría de nosotros.”
En 1995 Jeremy Rifkin publicó “El fin del trabajo”, un libro en el que alertaba de que el avance de la automatización y las nuevas tecnologías iba a materializar las tesis de Keynes. La automatización que iba a traer consigo la era digital iba a destruir más empleos de los que creaba, haciendo imposible el pleno empleo en el futuro.
En este cambio, Rifkin identificaba un problema similar: una parte de la población se iba a quedar sin ocupación mientras otra parte iba a acaparar todas las oportunidades que ofrece el empleo. Por eso proponía una transformación social donde el trabajo no remunerado —en actividades voluntarias, comunitarias y culturales— adquiriera un papel central para distribuir propósito y sentido entre las personas. Igual que Keynes, proponía que el empleo se repartiera en jornadas más cortas para mantener la cohesión social.
Keynes se equivocó, pero solo en una cosa: anticipó que la productividad se iba a multiplicar por entre 4 y 6, cuando en realidad se ha multiplicado por 15.
En todo lo demás estos dos economistas expusieron una tesis incontestable si atendemos a la teoría económica: el aumento de la productividad, la posibilidad de hacer más con menos, tiene como resultado que sean necesarias menos horas de trabajo para producir lo mismo.
Esta es una idea tan prevalente que la escuchamos por todas partes: cada vez que oimos eso de que la inteligencia artificial va a destruir no sé cuántos millones de empleos, por ejemplo.
Y, sin embargo, el trabajo no termina de desaparecer. Cuando se cumplen 100 años de la profecía de Keynes y 30 años del libro de Rifkin, aquí seguimos, echando casi las mismas horas que en 1930. El trabajo no solo no ha desaparecido, sino que da la sensación de que cada vez trabajamos más (más gente y más horas por persona).
¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que estemos, al mismo tiempo, aterrados por quedarnos sin trabajo y hartos de trabajar?
Hay dos explicaciones, una en una mirada estática a la economía, y otra en una mirada dinámica.
La explicación desde una mirada estática es que el trabajo SÍ está desapareciendo, por más que no lo parezca. No en número de trabajadores, ni de horas de trabajo, sino en la parte de la actividad económica que representa el factor trabajo.
La parte de la renta nacional bruta —es decir, el valor total de los ingresos que recibe un país— que se destina a pagar el trabajo lleva en declive los últimos 50 años, y esa decadencia se ha acelerado desde el año 2000.
Así que, aunque cada vez trabaje más gente, o aunque sigan en ascenso las horas trabajadas, en proporción al resto de la economía la parte que representa el trabajo cada vez es más pequeña. En la economía el trabajo sí está desapareciendo.
En la vida de la gente esto se percibe como una escasez cada vez más acuciante. Trabaja más gente y más horas, pero por menos dinero. La sensación es la misma que si viviéramos en una charca que se está secando poco a poco. Cada vez hay menos espacio para nadar, y más peces. Desde dentro de la charca es muy difícil percibirlo, pero la realidad es que cada vez hay menos agua.
Pero esta interpretación emerge de coger dos fotos fijas (cuanto representaba el trabajo en un año, y cuanto en otro) y compararlas. Y como hemos hablado en otros artículos, esta forma de ver el mundo como una sucesión de fotos fijas es una muy mala representación de una realidad cambiante como la nuestra. Si entendemos la realidad como un río, nunca nos parecería un buen método hacerle dos fotos al agua e intentar compararlas.
Si observamos el río en su naturaleza viva y en movimiento, podemos ver cómo se ha transformado la economía en los últimos años. Y entonces emerge una explicación mucho más clara. Y más contundente.
La mutación de la idea del trabajo
Pasa una cosa curiosa con el trabajo y es que, aunque ha cumplido distintos roles a lo largo de la historia, siempre lo hemos llamado igual. Esto es así porque el concepto de trabajo no está fijado a la función que cumple en la producción, sino a la que cumple en el sistema moral.
El trabajo no son todos los esfuerzos, sino solo las tareas (arduas, dolorosas) que uno hace hacia fuera, para otros, para “la sociedad”.
Antes de la Revolución Industrial solo se consideraban “trabajo” las tareas que los siervos debían realizar para los señores feudales. Las que realizaban para su propia supervivencia o para su comunidad -como cultivar sus propias tierras o mantener los caminos o los bosques- no tenían esa consideración. Esta concepción sigue, en parte, vigente. Por eso no reconocemos el trabajo que hacen las mujeres en el hogar.
En la Revolución Industrial nació otra idea. El trabajo era la forma en que los hombres ponían su fuerza al servicio de la producción de bienes. Ese relato del obrero que usa sus músculos, su esfuerzo, “el sudor de su frente”, para producir cosas de valor para la sociedad (como coches o casas) constituyó una forma de estar en el mundo.
Pero en los años 80 del siglo pasado los países occidentales abandonaron de facto ese modelo económico que requería obreros que usaran su fuerza. En su lugar, decidieron que iban a crear una “economía del conocimiento” donde el papel de las personas ya no iba a ser aportar fuerza, sino inteligencia.
Este propósito -que no se había probado nunca antes en la historia- iba a dar lugar a una sociedad donde los trabajadores occidentales iban a ser los creativos, los diseñadores y los ingenieros que idearían los productos que luego se fabricarían en otras latitudes.
No solo los trabajadores iban a seguir siendo el elemento central de todo el sistema, sino que además se iban a liberar de la extenuante, devastadora exigencia de dejarse el cuerpo por el camino.
Borrachos de excitación por su propio sueño, nadie pareció preguntarse si aquello iba a ser posible. Esto es, si sería necesario el mismo número de ingenieros para diseñar un producto que hombres habían sido necesarios para fabricarlo en la cadena de montaje. Si era posible sustituir, en la misma escala, el sistema donde todo el mundo tenía un lugar en la fábrica por uno donde todos fuéramos ingenieros.
Han pasado 50 años y ese sueño nunca ha llegado a hacerse realidad. Se observa con cristalina claridad en este ejemplo:
Apple tiene unos 164.000 empleados en todo el mundo. ¿Cuántos dirías que se dedican a diseñar iphones o cualquier otro producto? ¿10.000? ¿1.000?
¿Y a fabricar iPhones?
Ninguno. Aunque inicialmente Steve Jobs quiso fabricar sus ordenadores en EE.UU., el intento de crear factorias en Silicon Valley fue un desastre y en los años 90 terminaron de externalizar la producción de todos sus dispositivos a empresas de terceros países.
Actualmente, los iPhones se fabrican en China y tienen un coste laboral de en torno a 30 dólares por unidad, algo así como el 3% del precio. Mucha suerte a quien intente repatriar la industria de fabricación de esos dispositivos a EE.UU. a esos precios.
Y si no diseñan, ni tampoco fabrican ¿A qué se dedica entonces la gente que trabaja en Apple?
A vender. 70.000 de sus empleados en todo el mundo trabajan de cara al público en las tiendas de la marca. Y, aunque Apple es muy reservado sobre la ocupación del resto de su plantilla, podemos intuir sin miedo a equivocarnos que otra parte muy importante trabaja en marketing, y otra muy no menor administrando ese volumen tan loco de trabajadores y de tiendas.
La parte de la plantilla de Apple, o de cualquier otra marca, que participa en el proceso “productivo” de los productos que vende es mínima. Por no hablar de la cantidad de marcas que ya no fabrican NADA y lo único que hacen es poner el sello en los envases, como hace Red Bull.
En el tránsito de una economía de productores a una economía de consumidores los países occidentales dejaron de ser un sistema “productivo” y se transformaron fundamentalmente en una máquina gigante de competir por vender cosas.
La economía del conocimiento nunca llegó. Lo que apareció en su lugar fue una “economía de la atención”, en la que un montón de marcas compiten por tener la atención de algunas personas. En esa economía, la mayoría de la gente trabaja (si es que queremos seguir usando la misma palabra aunque ahora ya no signifique lo mismo) capturando, gestionando y ordenando la atención de otras personas.
La razón por la que no se acaba el trabajo es que ya no cumple la función que habían descrito Keynes, Rifkin y el resto de los economistas. Ese trabajo sí se acabo. Sí dejo de existir o se redujo a su mínima expresión. Lo que hoy llamamos trabajo es una aportación de otra naturaleza, aunque se siga llamando igual. Los mecanismos que lo ordenan no tienen nada que ver con el papel que cumplia el trabajo en las fábricas.
Porque el trabajo en las fábricas era una forma de aportar energía (fuerza) al sistema productivo. Y las máquinas se diseñaron precisamente para sustituir esa misma fuerza. De manera que cuanto mejores eran las máquinas, menos trabajo era necesario para producir. Pero en la economía de la atención no hay ninguna cosa que supere a los humanos en la captura y en la gestión de la atención de otros humanos (y, no, ninguna inteligencia artificial va a cambiar esto en el futuro cercano).
Cualquier empresa, entre poner una persona a vender directamente one-to-one y poner cualquier tipo de tecnología, si el precio fuera el mismo, elegiría poner una persona. Lo que ocurre es que el trabajo es el mejor recurso, pero también el más caro (por unidad de venta). Por eso las empresas sustituyen trabajo con otros mecanismos más baratos -pero también menos eficientes- para captar la atención, como la publicidad o las marcas.
Así es como el empleo tiene hoy una relación directa con el crecimiento (cuanto más crece uno, más crece el otro), al contrario de lo que esperaban Rifkin y Keynes. Dicho muy rápido: cuanto más se vende, más comerciales son necesarios.
Como consecuencia, en lugar de una sociedad de arquitectos e ingenieros, en Occidente hemos acabado teniendo una sociedad de comerciales de ventas. Una sociedad donde entre el 25% y el 40% de la población con un título universitario está sobrecualificado para su puesto de trabajo.
Hemos acabado en una sociedad donde los licenciados se pegan de patadas por saltar de ser dependiente en las tiendas de Apple al departamento de marketing de la marca. Pero donde no hay ningún otro lugar al que ir.
Y es que para captar la atención de otros humanos no hace falta un conocimiento técnico específico, que es el que nos dan en la universidad, sino toda esa serie de habilidades y “soft skills” de las que se habla sin parar en la economía de hoy.
La comoditización del empleo
Esto explica otra de las paradojas del mercado laboral contemporáneo, y es que los salarios llevan décadas estancados -o bajando-, mientras la demanda de trabajo sigue subiendo.
Y es que las habilidades que se requieren para trabajar en las nuevas “fábricas”, que son las tiendas, los bares, los call centers, etc. de esta economía de la atención, las traen de serie todos los seres humanos con una educación secundaria y un cursillo de formación. De manera que los trabajadores no pueden competir, salvo por el precio de su trabajo. Esto mantiene los salarios pegados al coste mínimo de la vida en cada ciudad. Los trabajadores, que necesitan los ingresos, estarán dispuestos a cobrar el mínimo que les permita vivir en el lugar donde trabajan.
De manera que las empresas van a querer seguir contratando tantos empleados como les quepan en sus P&Ls, pero por el mínimo precio, porque el empleo se ha comoditizado y una persona ya no aporta un valor diferencial respecto a otra.
Esto se observa en la organización de las empresas, que se están volviendo expertas en diseñar sistemas donde las personas cumplen un papel tan intercambiable como el que hacían en la cadena de montaje.
Y esta tendencia explica también por qué hay una parte tan importante de la sociedad que ve la inmigración como una amenaza. Los inmigrantes de países en vías de desarrollo están tan preparados para competir en esta economía de la atención como los nacionales de un país (salvando las distancias culturales).
Lo malo de ambos mundos
La traca final de este fenómeno es que, mientras el trabajo industrial daba a cada persona un papel importante en el mundo, creando cosas que eran de valor para otras personas, en la economía de la atención los trabajadores solo crean valor para los accionistas.
A nadie le importa que a tu empresa le vaya mejor que a la de al lado, ni que venda mucho más que el año anterior, salvo al que se lleva los beneficios. Cuando la gente pasó de fabricar cosas a vender cosas, el trabajo perdió la capacidad que tenía para darle sentido a la vida de la gente.
Las empresas lo saben e intentan paliarlo a base de crear marcas, culturas o experiencias laborales para que los trabajadores se involucren emocionalmente con la organización. Pero no les está funcionando muy bien, a juzgar por los datos. Hasta el 80% de los trabajadores en todo el mundo se siente “desconectado” de su compañía.
Pero es que, como explicaban Keynes y Rifkin, el trabajo es una de las principales fuentes de sentido en la sociedad contemporánea. Así nos hemos encontrado en el mismo escenario que ellos anticipaban para el fin del trabajo -con una sociedad donde hay mucha gente que no encuentra el sentido a su existencia en ninguna parte- solo que, además, tampoco tiene tiempo de encontrarlo en otro lugar porque todavía está trabajando.
Y yo diría que de aquí nace gran parte del malestar contemporáneo.
Mi amigo Mario Sánchez-Herrero, que como me quiere mucho no me deja que me abandone a la pereza intelectual, lleva un tiempo reclamándome que le explique (y me explique a mi misma) por qué, desde mis propio discurso sobre la productividad, no termina nunca de desaparecer el trabajo. Este artículo es un intento de contestar a esa pregunta.
Llevo unas semanas menos activa en este blog de lo que me gustaría. Estoy terminando de escribir un libro que querría entregar en las próximas semanas y que ocupa todo mi tiempo. Os agradezco mucho la paciencia y me comprometo a volver a todo vapor en cuanto lo haya entregado.
Buenas reflexiones, es un tema súper interesante y daría para mucho más. Solo quería señalar que no termino de estar de acuerdo con algunas de las premisas.
Premisa 1: El empleo ya no otorga sentido
> “El sudor de su frente, para producir cosas de valor para la sociedad (como coches o casas), constituyó una forma de estar en el mundo.”
“La traca final de este fenómeno es que, mientras el trabajo industrial daba a cada persona un papel importante en el mundo (...)”
“A nadie le importa que a tu empresa le vaya mejor que a la de al lado, ni que venda mucho más que el año anterior, salvo al que se lleva los beneficios. Cuando la gente pasó de fabricar cosas a vender cosas, el trabajo perdió la capacidad que tenía para darle sentido a la vida de la gente.”
Este es un argumento difícil de sostener. Primero, por falta de datos —ya que antiguamente no se hacían encuestas como las de Gallup—, y segundo, porque ya te decían Smith y Marx que las cadenas de producción quitaban el sentido de pertenencia a los empleados.
No estoy tan seguro de que un trabajador de una cadena de montaje durante la Revolución Industrial se sintiera mucho más satisfecho con su trabajo que un dependiente de Zara. Puede que me equivoque, pero como mínimo es una premisa que habría que verificar.
Premisa 2: El humano es el mejor mecanismo para captar la atención de otro humano
> “Pero en la economía de la atención no hay ninguna cosa que supere a los humanos en la captura y en la gestión de la atención de otros humanos.”
Diría que esto se aleja bastante de la realidad en algunos sectores. Creo que el algoritmo de las redes sociales es mucho más eficiente en captar nuestra atención que las personas. Solo hay que mirar a nuestro alrededor: la mayoría de la gente pasa más tiempo pegada a su teléfono que prestando atención a sus amigos (ya no digamos a comerciales).
Premisa 3: Un dependiente es un comercial
> “A vender. 70.000 de sus empleados en todo el mundo trabajan de cara al público en las tiendas.”
“Cuanto más se vende, más comerciales son necesarios.”
Creo que no diferenciar entre dependiente y comercial es un error de análisis. Cualquier empresa sabrá señalar a esas personas de ventas que marcan la diferencia, y estas suelen estar muy bien compensadas.
Los comerciales buenos no son tan intercambiables como dices. A no ser que estés definiendo como comerciales a los dependientes, lo cual, repito, creo que no es correcto.
El dependiente de una tienda de Apple no suele tener salario variable —o si lo tiene, es una parte muy pequeña de su sueldo—. ¿Por qué? Porque el que entra en una tienda de Apple lo hace como consecuencia de sus campañas de marketing, no por el dependiente.
Premisa 4: Una sociedad sobrecualificada
> “Una sociedad donde entre el 25 % y el 40 % de la población con un título universitario está sobrecualificada para su puesto de trabajo.”
No sé si esta premisa es errónea, pero al menos merece un análisis antes de afirmarse como verdadera.
Pongo un ejemplo: ¿consideraríamos sobrecualificado a un graduado en Historia del Arte trabajando como dependiente en Zara?
Desde mi punto de vista, esta persona ha estudiado un grado que le abre la puerta a escasos trabajos con mayor productividad que el de dependiente. Por tanto, no está sobrecualificada; simplemente tiene un título universitario.
Quiero cerrar diciendo que disfruto mucho de tus artículos y que espero que no se vea como una crítica negativa, sino como una reflexión que nace de tu semilla.
Buen artículo. Pero creo que le IA ya se está comiendo a los comerciales, las compras online no paran de subir y en esas compras no hay comerciales, la tecnología les ha eliminado. Eso no significa el fin del trabajo, pero si el fin de la era de los vendedores, quizá empiece la era de los cuidadores, ¿quién sabe?