Plutonomics: Descifrando el enigma de la productividad.
Igual que esos coches hibridos que tienen un motor eléctrico y otro diesel, los seres humanos hemos aprendido a usar dos motores para satisfacer nuestras necesidades.
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Este artículo es parte de “Plutonomics”, una serie que pretende arrojar luz sobre el que quizás sea el mayor problema de la sociedad actual: el colapso del modelo de vida del siglo XX y la emergencia de una nueva realidad, aun por iluminar. El objetivo de estos artículos es servir de base teórica para un libro generalista que tengo entre manos y en el que no podré profundizar esta precisión en este tema. Para recibir las siguientes entregas en tu buzón de email, no dejes de suscribirte!
El malestar. La paradoja de la escasez en un mundo abundante.
10 predicciones sobre lo que ya está ocurriendo (Próximamente).
Plutonomics. Por una nueva ciencia sobre la satisfacción de las necesidades humanas.
Era el año 2012. El Banco de Inglaterra alertaba en un informe rutinario de un dato anómalo. Sus analistas habían observado que, pese a que el mercado de trabajo se estaba recuperando con brío tras la crisis de 2008, el PIB no crecía a la misma velocidad.
Fue la primera vez que alguien identificó un fenómeno que, desde entonces, ha puesto el mundo patas arriba. Y le puso nombre, se llamó “the productivity puzzle”, el enigma de la productividad.
La productividad es la relación entre las horas que se trabajan y el output que se produce. Los países donde la productividad es muy alta tienen muchos trabajos de esos que llamamos “de alto valor añadido” y al revés, donde la productividad es muy baja, la gente suele tener trabajos que no producen mucho. Como consecuencia, los países, las regiones y las empresas más productivas son más ricas: hacen más con menos.
Hasta que el Banco de Inglaterra identificó ese cambio de tendencia, la productividad llevaba creciendo en los países desarrollados algo así como 250 años. O sea, que cada año o cada década que pasaba había mejores trabajos que la anterior, mejores empresas, más oportunidades y más riqueza. La gente ganaba más dinero, podía acceder a cosas nuevas con las que no había podido ni soñar y el bienestar material no dejaba de crecer. El futuro parecía garantizado.
Con el tiempo, nos confiamos tanto en ese mecanismo que todo lo que somos como sociedad se sostiene sobre esa idea de que la economía va a ser cada vez más productiva. El “sueño americano” reposa sobre ese mecanismo igual que la “igualdad de oportunidades”. Cuando compramos una casa, lo hacemos pensando que nuestro trabajo no va a dejar de mejorar en las próximas décadas. Y lo mismo cuando enviamos a los niños a la universidad. Hasta la propia democracia, que en la mayoría de países tampoco existía hasta que empezó a crecer la productividad, ha caminado siempre de la mano de esa creencia en que nos iba a ir siempre mejor a todos.
Lo que encontró hace 13 años el Banco de Inglaterra fueron las primeras señales de que esa máquina del crecimiento perpetuo había dejado de funcionar. Desde entonces, aunque se sigue creando empleo y la economía sigue creciendo por otras razones, la capacidad de producir cada vez más y más cosas con las mismas horas de trabajo se ha estancado, no solo en Reino Unido, sino en todos los países desarrollados. A pesar de ser el momento con más nuevas tecnologías de la historia, en Estados Unidos el crecimiento anual de la productividad laboral cayó del 2,8% (1995-2005) al 1,2% (2005-2019). En la Unión Europea pasó del 2% en la década de 1990 a menos del 1% después de 2010.
Como consecuencia, la vida de las personas ha dejado de mejorar. Y si despojamos los fenómenos locales de polvo y paja, podemos observar cómo todas las tensiones que se están produciendo en la sociedad se pueden explicar por ese parón. Desde el cabreo de los hombres blancos americanos que no encuentran su lugar en el mundo a la decepción de los jóvenes chinos. Si Trump ha ganado las elecciones en EEUU, si la extrema derecha crece en Europa, es como consecuencia del descontento que ha generado este estancamiento. Y es que, como dice un famoso premio Nobel de economía, “la productividad no lo es todo pero, en el largo plazo, lo es casi todo”.
Llevo la mejor parte del último lustro intentando comprender las razones por las que la sociedad parece caminar sin rumbo. Esta es, en mi opinión, la respuesta a este enigma que trae al mundo loco y amenaza con reventar las costuras de nuestra sociedad.
Todo comenzó con la ambición de medirlo todo.
Robbins y el mundo escaso.
Adam Smith, que no sólo fue el padre del liberalismo, sino también de la economía moderna, había definido la economía como el estudio de la naturaleza y las causas de la riqueza. Pero los contornos de esa idea de “riqueza” -como casi todo lo que rodea a los humanos- no estaban demasiado claros y en 1932 otro economista, Lionel Robbins, decidió enmendarle la plana. La economía se había ido por los cerros de Úbeda, decía Robbins, y estaba entrando en colisión con la sociología, la psicología, la ciencia política y la filosofía moral. Abrazada a ideas gaseosas y difícilmente cuantificables como “bienestar” o “mercados”, se había convertido en una disciplina informe que, de tanto intentar abarcar, había terminado por no explicar nada.
Urgía definir los límites de la ciencia económica para que pudiera ser una disciplina exacta, precisa y sistemática, más parecida a la química o a las matemáticas que a la filosofía. Y para ello debía dejar de ocuparse de la riqueza en abstracto y convertirse una ciencia que estudiase cómo las personas toman decisiones para asignar recursos escasos entre necesidades en competencia.
Tenía cierto sentido la tesis de Robbins, porque si uno lo que quiere es una ciencia que sea capaz de medir con exactitud, no se puede permitir incluir las cosas que no son cuantificables. Así fue como la economía se convirtió en una ciencia empírica, centrada en medir muy bien lo que entendía, pero poco interesada en explicar lo que no se puede medir. Todo lo que no fuera escaso era irrelevante.
Esta lógica solo tenía un problema, y es que no todos los bienes son escasos. Ni siquiera la mayoría lo son.
Bienes públicos, bienes privados.
Un bien es cualquier objeto -tangible o intangible- que satisface las necesidades o los deseos de una persona. Paul Samuelson propuso en 1942 la primera versión* de la teoría que divide los bienes según su naturaleza y que dicta que podemos distinguir dos grandes grupos:
Por una parte están los bienes privados, que son aquellos por cuyo consumo competimos. El ejemplo perfecto es una piruleta. Si yo me la como, otro persona no podrá comérsela. Los bienes privados se agotan al usarlos y por eso decimos que su consumo es “rival”. Los coches, las hamburguesas, la ropa o los muebles son ejemplos de este tipo de bienes.
Los bienes privados son escasos. Como no los podemos consumir simultáneamente, hemos de decidir quién los consume. Para tomar esa decisión hemos creado, a lo largo de la evolución, varios mecanismos: desde la propiedad privada a la guerra, y finalmente, al comercio. Eso que llamamos “mercados” son mecanismos de toma de decisión sobre los bienes privados. Y la posibilidad de intercambiar estos bienes en los mercados es lo que hace que que sean fáciles de medir y de contabilizar. Estos son los bienes de los que, con tanta precisión, ha sabido encargarse la econometría en los últimos 100 años.
Pero existe otro tipo de bienes cuyo consumo no es rival. Estos bienes, una vez que están disponibles, se pueden disfrutar por multiples personas sin que se agoten. El ejemplo clásico que se enseña en los manuales es un faro costero. Una vez que el faro está construído y encendido, cualquier barco puede aprovechar su luz sin que su consumo agote el recurso, de manera que multiples barcos pueden consumirla al mismo tiempo -y al mismo coste. Otros ejemplos de este tipo de bienes son la seguridad nacional, la señal de GPS o el alumbrado.
Como su consumo no es rival, tampoco podemos decidir quién los consume. Por eso los bienes públicos no se pueden intercambiar en los mercados. Y como ni tienen un precio, ni se transaccionan, no es fácil medirlos. Cuando la economía se convirtió en la ciencia que estudia la asignación de recursos escasos optó por abandonar conscientemente su medición.
Todas las grandes críticas que se le hacen a la economía moderna, desde la omisión del trabajo que realizan las personas—sobre todo, las mujeres—en el hogar hasta la desatención de las externalidades negativas que produce la actividad industrial sobre el medio ambiente, se pueden explicar por esta decisión: son bienes que no se intercambian en los mercados y que la economía ha optado por no medir.
Los bienes cuyo consumo no es rival se llaman en economía “bienes públicos” porque Samuelson estaba intentando dilucidar cuál era el papel del Estado en la producción de bienes y servicios. Pero estos bienes no tienen por qué ser de titularidad pública. La radio, la televisión o las señales de los satélites, entre otras muchas cosas, son ejemplos de bienes públicos de titularidad privada. Para evitar confusiones, de ahora en adelante los llamaremos “bienes abundantes”.
Para evitar que los bienes abundantes escapasen completamente de las mediciones y con el foco puesto en los que proveen las administraciones públicas -como la justicia, la seguridad nacional o la salud pública-, las cuentas nacionales adoptaron una solución a la medida de las propuestas de Robbins. Como los costes de provisión -las horas de trabajo o la inversión en infraestructuras- sí eran un recurso escaso, los bienes abundantes se podían medir por sus costes. Por esta razón en el PIB se contabilizan los servicios públicos por el gasto que representan.
Esto produce algunos disparates, como el hecho de que los mismos servicios, cuando los presta el sector público computen por los costes y cuando los presta el sector privado, por el precio de venta. De manera que, por ejemplo, la sanidad de EEUU, que es privada, representa el 17% del PIB mientras que la de los países europeos, que es pública, es en torno al 8%.
Pero ni siquiera este parche fue suficiente para remendar el roto contable de los bienes abundantes, porque también existen los bienes abundantes que no se producen por una entidad centralizada que asuma los costes, sino que son creados por la sociedad de forma diseminada. Y en esos casos, como no tienen ningún componente de escasez, ni en la provisión, ni en el consumo, no se miden de ninguna manera: son la materia oscura de la economía.
Algunos ejemplos son la cultura, el folklore, la memoria colectiva, la información periodística, los idiomas, las normas sociales, los refranes, los registros históricos, el arte, la literatura, los rituales, las normas de tráfico, las leyes, los mapas, la música, las vacunas o las recetas de cocina.
Contar lo incontable
El argumento mainstream para no medir todas estas cosas es no son relevantes. Que dan un poco igual o que se pueden dar por medidas cuando medimos los bienes privados porque en el precio de los bienes privados ya están incorporadas todas las cosas que hace la sociedad y que no se intercambian en los mercados.
Pero ese argumento se desmorona si consideramos que lo que hay en el centro del mismo proceso productivo que con tanto éxito ha conseguido medir la econometría… ¡son también bienes abundantes!
Y es que el conocimiento científico, el conocimiento técnico, las bases de datos, la química, la física, las matemáticas, la medicina, los fármacos, los fertilizantes… y la tecnología también son bienes “públicos” o abundantes.
Todas estas cosas de las que dependemos para la producción industrial se comportan exactamente igual que el folclore o los refranes. No pertenecen a nadie en particular, sino que se transmiten, se copian y se reutilizan sin que su uso por unos limite el acceso de otros. Igual que una canción popular no deja de existir porque alguien más la cante, las leyes de la física no se agotan por ser aplicadas en nuevos inventos, ni una ecuación matemática pierde su validez cuando la usa una empresa para diseñar un producto.
Del mismo modo que los cuentos tradicionales han ido evolucionando con el tiempo, incorporando aportaciones anónimas y colectivas, la tecnología y el conocimiento científico son el resultado de siglos de acumulación, experimentación y difusión. No hay una línea clara que separe una innovación de otra: cada descubrimiento se apoya en ideas anteriores, en investigaciones abiertas y en conocimientos que circulan libremente, sin importar quién los formuló primero. Internet, por ejemplo, no existiría sin décadas de avances en telecomunicaciones, en matemáticas, en informática y en física.
Así que la economía no solo está rodeada de materia oscura que no puede medir, sino que también la tiene incorporada en su mismo nucleo, en el corazón de todo el modelo productivo.
Naturalmente abundantes
Aunque 250 años de economía industrial nos hayan empujado a pensar lo contrario, la forma primaria en la que los seres humanos satisfacemos nuestras necesidades son los bienes abundantes. Solo si no podemos encontrar una solución entre ellos, recurrimos a otros bienes escasos. Por esa razón nadie se compra su propio lenguaje, ni desarrolla su propio recetario desde cero, ni crea sus propios combustibles, ni va armado por la calle. Usamos el lenguaje compartido igual que usamos la gastronomía y la tecnología de nuestra sociedad. No necesitamos desarrollar nuestros propios remedios contra la fiebre, porque en la cultura médica ya existe la solución para esa dolencia. Y hacemos reposar nuestra seguridad personal en la seguridad nacional.
No somos en esto distintos de otras especies de animales sociales. Los primates, los elefantes, los delfines y muchos tipos de pájaros también se valen de las señales, los comportamientos aprendidos y la cultura del grupo para encontrar solución a gran parte de sus necesidades: desde la búsqueda de alimentos hasta el orden social o la defensa del territorio. La información compartida dentro de una manada de orcas o entre un grupo de elefantes, por ejemplo, es un bien común que permite la cooperación y la supervivencia del grupo, sin necesidad de intercambio o de exclusión de individuos.
Tampoco es que seamos una especie buenista, ni bienpensante, ni comunista, ni nada parecido; es que los bienes públicos son extraordinariamente eficientes, mucho más que los privados. Para empezar, sus costes de producción se distribuyen entre todos los individuos de una especie. Cada uno de nosotros produce y sostiene una parte muy pequeña de la cultura o del lenguaje o de la tecnología de nuestra sociedad. Tan pequeña y de una forma tan naturalizada que ni siquiera lo percibimos como un coste que tengamos que asumir.
Para seguir, los bienes públicos son acumulativos y se van renovando con el tiempo: no decaen mientras sigan siendo de utilidad. Al contrario que los bienes privados, que siempre tienen fecha de caducidad, los bienes abundantes no son perecederos. Más aún, en ese proceso de permanente actualización, incorporan las aportaciones que hicieron los antecesores de una especie a sus acervo. En la cultura médica de una sociedad se incluyen todas las innovaciones y contribuciones que ha hecho ese grupo humano desde que existe.
Y como su consumo no es rival, una vez que están disponibles, ¡se pueden consumir a coste cero! Los bienes privados, que acarrean todos sus costes de producción hasta todos y cada uno de sus consumidores, simplemente no pueden competir.
Por esa razón nadie se fabrica su propio idioma: porque sería carísimo. En otras palabras, sería mucho menos eficiente que usar los lenguajes que ya existen. Solo aquellas cosas que no son susceptibles de ser creadas y distribuidas como bienes abundantes pueden ser objeto de lo que llamamos “economía”.
Así tenemos que no existe una única esfera en la que los seres humanos satisfacemos nuestras necesidades sino, al menos, dos. Una subsidiaria y auxiliar, que es lo que hemos llamado ‘economía’ y otra más amplia, primaria y mucho menos estudiada donde se intercambian y se consumen los bienes abundantes. A este segundo ámbito lo vamos a bautizar en estas líneas. De ahora en adelante lo llamaremos ‘plutonomía’, del griego pluto, ‘abundancia’ y némein 'distribuir', 'administrar'.
No solo puede ocurrir sino que, de hecho, ocurre todo el tiempo, que la satisfacción de necesidades salte de una esfera a otra.
La sociedad híbrida
Hasta la extensión del comercio, los seres humanos sobrevivimos, como otras especies, gracias a la combinación de bienes abundantes y de los recursos naturales disponibles. La tecnología compartida por una comunidad -por ejemplo, el conocimiento para fabricar un hacha o un carro- era suficiente para obtener de los recursos naturales -por ejemplo, la madera del bosque más cercano- la satisfacción de las necesidades -calentar la casa.
Claro que eran métodos muy rudimentarios. El comercio fue el mecanismo por el que unas comunidades comenzaron a intercambiar sus bienes públicos con otras a través de la materialización de esos bienes. Un país que se especializaba en la producción de un producto -por ejemplo, textiles o aceites- lo que hacía era venderle a otro su conocimiento científico, cultural y técnico. Como no le podía vender directamente el conocimiento porque es un bien abundante, le vendía la materialización de ese conocimiento, su plasmación en esos productos. El comercio, por lo tanto, constituyó una manera de acceder al resultado de los bienes públicos de otro grupo social del que el grupo propio carecía.
Con el tiempo, también los grupos de personas con un conocimiento determinado se organizaron en torno a empresas o industrias, se especializaron en la provisión de unos bienes determinados y dieron lugar a la revolución industrial. Para evitar que otros grupos usaran ese conocimiento del que disponían se crearon las leyes de propiedad intelectual e industrial.
En los siglos que siguieron, una lista interminable de necesidades pasaron de satisfacerse con bienes abundantes a satisfacerse con bienes privados. La información, por ejemplo, que hasta el siglo XVIII se había transmitido a través de bardos, heraldos o bandos públicos, pasó a distribuirse a través de gacetas y periódicos impresos. La medicina, que antes dependía de curanderos locales y remedios naturales compartidos por la comunidad, se transformó con el surgimiento de farmacéuticas y médicos privados. La energía, que se obtenía de recursos comunes como la leña, pasó a ser suministrada por empresas privadas de gas y electricidad. La educación, que se impartía a través de aprendizajes informales, se convirtió en un servicio ofrecido por instituciones especializadas. Y así, una avalancha de cosas se mercantilizó, porque las soluciones que ofrecía el mercado de bienes privados no estaban disponibles entre los bienes abundantes.
Igual que esos coches hibridos que tienen un motor eléctrico y otro diesel, los seres humanos aprendimos en esos años a usar dos motores para satisfacer nuestras necesidades. Desde entonces, siempre que hay batería, esto es, que podemos tirar de una fuente disponible y renovable como son los bienes abundantes, recurrimos a la plutonomía. Si no podemos tirar de bateria, acudimos al motor diesel, que es la economía; al intercambio de bienes escasos.
Los bienes abundantes y la comiditización
Esa preferencia por los bienes abundantes se produce tanto al final de la cadena de valor de un bien, es decir, cuando está terminado, como a lo largo de ella, dentro de las etapas de producción y transformación.
En economía se explica que la comoditización es el proceso por el cuál un bien pierde diferenciación y pasa a competir principalmente por precio. En realidad, podemos entenderla como el proceso por el que una parte de la cadena de valor de un producto escapa del ámbito de los bienes privados con los que se puede comerciar y se va a la plutonomía, al ámbito de los bienes abundantes. Cuando el conocimiento para producir algo se extiende decimos que un producto se comoditiza.
Cuando los primeros teléfonos móviles salieron al mercado, la tecnología necesaria para producirlos solo estaba en manos de unos pocos fabricantes. Pero la naturaleza de esa tecnología no es distinta de la de los refranes: se puede compartir sin que el uso por un fabricante vaya en detrimento de otro. Así, el conocimiento para fabricar pantallas táctiles, baterías, ópticas y las tecnologías de conexión inalámbrica se fueron diseminando hasta estar disponibles universalmente. Esa difusión, esa manifestación de la naturaleza de la tecnología como un bien abundante, hace que una parte de la cadena de valor de los teléfonos móviles deje de comportarse como un bien privado y pase a comportarse como un bien público que ni se compra, ni se vende. Este es el mecanismo por el que los productos pierden parte de su precio.
El mismo mecanismo se puede producir desde el lado del fabricante, por ejemplo, incorporando nuevas tecnologías o nuevos procesos en la fabricación de un dispositivo, o se puede producir también del lado del cliente. Cuando los clientes de Ikea empezaron a montarse sus propios muebles, estaban incorporando un conocimiento que habían adquirido al producto que estaban comprando a cambio de una reducción en el precio. Aunque se suele pensar que el modelo de negocio de Ikea es singular, esto no es nada distinto de lo que hicieron los clientes de los supermercados cuando empezaron a pesar la fruta ellos mismos o a hacerse su propio checkout.
Si no observamos al mismo tiempo ambas esferas, economía y plutonomía, tendremos la percepción de que, con la comoditización, los bienes pierden valor. Pero se trata de un efecto óptico, lo que está ocurriendo es que una parte del valor del producto se ha fugado a la plutonomía.
Plutonomics: una solución al enigma de la productividad
De la misma manera que muchos bienes abundantes fueron sustituidos por otros privados durante la era industrial, hoy está ocurriendo el fenómeno contrario.
Internet, con su capacidad para conectar las mentes de miles de millones de personas, es un catalizador de los bienes abundantes como nunca antes había existido. Desde su extensión, hace 25 años, cada vez más necesidades humanas se resuelven a través de este tipo de bienes y menos a través de bienes privados.
Primero ocurrió con la música, las películas y los periódicos. En torno al año 2000 el mundo se llenó de “piratas” que compartían música y películas en volúmenes inéditos, en un sistema distribuido donde no había nadie al cargo y nadie ganaba dinero. Todo lo que era susceptible de ser copiado, se copiaba y se compartía desinteresadamente. La música pasó de ser un bien privado encerrado discos y cintas de VHS -que se podían transaccionar en los mercados- a ser un bien abundante compartido.
En torno a 2010, con la aparición de las herramientas de publicación distribuida, como los blogs, las redes sociales y las páginas de reseñas, le tocó el turno a la toma de decisiones.
Junto a la maquinaria industrial se había construido un gigantesco sistema de recomendación que empleaba y era la columna vertebral de gran parte de la economía y de la sociedad. Así, las sucursales bancarias, mucho más que depósitos de dinero, eran asesorías sobre cómo gestionar los ahorros o las inversiones. Las tiendas, mucho más que almacenes, eran influencers que, antes de que tú llegaras a preguntarte qué lavadora querías comprar, ya habían tomado la decisión de confiar en un distribuidor o en otro. Las agencias de viajes existían para decirte de qué hotel en un país en el que no habías estado nunca te podías fiar.
Centenares de millones de personas en todo el mundo trabajaban para tomar, o ayudarnos a tomar, decisiones de compra y crear una cadena de confianza entre quien fabricaba el producto y quien lo compraba. Una cadena que era imprescindible porque constantemente teníamos que elegir entre cosas que no entendíamos.
Cuando se extendió Internet, la confianza y la información sobre los productos volvieron a ser un bien abundante. A través de reseñas, recomendaciones y publicaciones a las que cualquiera puede contribuir y que cualquiera puede consultar, ya no fue nunca más necesario que hubiera una persona en la tienda para decirte qué lavadora comprar.
Como consecuencia, cualquier fabricante de cualquier país del mundo puede abrirse un mercado en otro país. Y ya no son necesarios los expertos en las tiendas. Como ya no hacen falta los expertos, pueden existir eso que hemos llamado “grandes superficies” llenas de todo tipo de electrodomésticos que podemos comprar sin necesidad de que nadie nos asesore.
Sin hacer ruido, este fenómeno ha acabado con el retail tradicional y con una gran parte de los empleos que eran característicos de las clases medias. Ni Amazon, ni Airbnb, ni Walmart, ni Carrefour, ni Uber, Shopify, eBay, Booking, Alibaba, Etsy, DoorDash, Instacart, Vinted, Wallapop, ni ninguna de las otras plataformas similares existirían sin el soporte de este fenómeno.
El ejemplo que mejor ilumina esta transformación es el de los alojamientos turísticos. A medida que la posibilidad de confiar en un desconocido se ha ido cimentando en aprendizajes colectivos y plataformas digitales, el mercado de los alojamientos turísticos ha pasado de ser en toda la cadena de valor un bien privado -desde las agencias de viaje a los hoteles-, a eliminar de la ecuación primero a las agencias -cuando aparecieron las primeras webs de reservas-, luego a los hoteles -cuando apareció Airbnb. Con la aparición de las plataformas de intercambio no-dinerario de casas, como Homelink y Homeexchange, prácticamente toda la actividad económica vinculada al alojamiento turístico está en vías de desaparecer. Con esta evolución, un sector entero está saltando del ámbito de la economía al de la plutonomía.
En los últimos años está ocurriendo lo mismo con el entretenimiento. Las redes sociales, los videos virales y las plataformas de streaming no solo cambiaron cómo accedemos a las películas o a la televisión, sino que también difuminaron la creación de contenido. El entretenimiento se volvió, al igual que la información y las decisiones de compra, un bien público, accesible para todos, y generado por todos.
La causa de estas nuevas prácticas se ha intentado explicar como un cambio de actitud de las generaciones más jóvenes que prefieren la share economy frente a la economía tradicional; como una especie de preferencia cultural un poco hippie que puede volver a cambiar si cambian las apetencias. Nada más lejos: se trata en realidad de un rasgo central de la naturaleza humana que se ha ido manifestando desde antes de que esta generación alcanzase la edad para tomar decisiones de compra.
El teléfono móvil, en sí mismo, es el símbolo perfecto de la transformación de un sinfín de bienes privados mercantilizables en bienes públicos que escapan a las leyes del mercado y es anterior a los millennials. A medida que se convirtió en una extensión de nuestras vidas, arrastró consigo una serie de bienes privados hacia el ámbito de los bienes públicos.
Antes, acceder a un mapa requería comprar un atlas, hoy cualquier persona con un móvil tiene acceso a mapas en tiempo real. Y así la fotografía, los relojes, las calculadoras, los blocs de notas, las grabadoras y hasta los diccionarios han seguido el mismo camino, desapareciendo como productos de mercado y transformándose en herramientas omnipresentes, accesibles a cualquier persona con un teléfono.
Y como este proceso no se limita a la sustitución de unos bienes por otros, sino que opera también dentro de la cadena de valor, la sustitución de bienes privados por bienes abundantes está afectando también a los precios de los bienes privados a través de eso que hemos llamado comoditización.
Alguien podría argumentar que esa cadencia por la que algunos productos se comoditizan y el empleo se traslada a otras industrias lleva mucho tiempo ocurriendo y no puede, por si misma, explicar el enigma de la productividad.
Por ejemplo, a finales del siglo XIX y principios del XX, la mecanización revolucionó la agricultura. Cultivos básicos como el trigo y el algodón se volvieron productos de producción masiva, lo que redujo drásticamente la necesidad de mano de obra agrícola. En EE. UU., el empleo agrícola pasó de representar alrededor del 50 % de la fuerza laboral en 1870 a aproximadamente el 25 % en 1930, a medida que tractores, cosechadoras mecánicas y segadoras reemplazaban a los trabajadores. Millones de agricultores desplazados emigraron a las ciudades, donde encontraron empleo en industrias en rápida expansión como el acero, el textil y la fabricación de automóviles. La línea de montaje de Henry Ford (1913), por ejemplo, generó una gran demanda de obreros fabriles, absorbiendo gran parte del excedente de mano de obra rural y acelerando la transición de una economía agraria a una industrial.
Y si bien la primera parte de ese proceso es análoga a lo que estamos viviendo en estos años, lo que es diferente hoy es que las nuevas industrias que nacen no absorben el empleo que se destruye, porque todas las tecnologías que han surgido desde Internet nacen siendo bienes públicos abundantes. El email, el GPS, las plataformas de pago digital, los repositorios de vídeo, la web, las vacunas, las técnicas de secuenciación del ADN, las técnicas de diagnóstico por imagen, las de edición genética como CRISPR, de modelado molecular para el desarrollo de fármacos y eso que hemos llamado “inteligencia artificial” son tecnologías que no necesitan prácticamente ningún soporte material para estar disponibles y que han sustituido o están sustituyendo segmentos enteros de eso que hemos llamado economía y el empleo asociado.
Hemos alcanzado un nivel de evolución y de complejidad tecnólogica tal que ya no es posible desarrollar una tecnología en aislamiento y comerciar con su materialización en productos físicos. Se acabó el tiempo de los inventores en garajes. Hoy los descubrimientos tecnológicos son invariablemente el resultado de la investigación distribuida entre universidades, departamentos de I+D y startups. Y en casi todos los casos no tienen mucho valor hasta que no se dispersan yse aplican y se prueban y se afinan en el uso generalizado. Como está ocurriendo con los LLMs, la tecnología o nace comoditizada, o se comoditiza a tal velocidad que el efecto es el mismo.
Estas transformaciones producen la impresión de que la productividad encoge cuando, en realidad, es una ilusión óptica. Los seres humanos somos cada vez más productivos, en un orden de magnitud que supera, con mucho, a los crecimientos de la productividad del siglo pasado. Solo que esa productividad ya no se refleja en la economía, sino que ocurre en una esfera distinta, que no sabemos medir todavia y que juega con otras normas: es la plutonomía.
Mientras tanto, en la medición económica todas estas transformaciones aparecen como si se hubiera evaporado el valor: como si se lo hubiese tragado un agujero negro. Esto es lo que le está pasando estos años y la manera en que podemos explicar el enigma de la productividad.
Con el tiempo, iremos viendo como cada vez más sectores de la economía dejarán de intercambiarse en los mercados y pasarán al ámbito de la plutonomía. Incluso en las últimas fronteras, esas que se consideran el fortín de los bienes privados, como son la energía, la fabricación artificial de alimentos y la fabricación digital de viviendas, el mundo ya se encamina claramente en esa dirección de transformar los últimos bienes privados en bienes públicos.
Claro que la economía no va a desaparecer de la noche a la mañana. Seguiremos necesitando bienes -y sobre todo, servicios- escasos. Seguirá habiendo necesidad de producir bienes y de desarrollar infraestructuras por razones geoestratégicas, de seguridad nacional u otras. Existirán también -ya existen- las empresas que hagan aplicaciones personalizadas de bienes abundantes y otros muchos modelos de negocio propios de la plutonomía.
Pero para que dejen de existir estos “enigmas”, como el de la productividad, y para darle al mundo las respuestas que necesita, el primer paso es entender que estamos ante un nuevo paradigma en el siglo XXI. Y tenemos que cambiar de gafas si queremos entender el mundo.
La próxima semana…
Más allá de la escasez
La cognición humana está habitada por muchos mitos. Uno de ellos es que un día llegará, de la mano de la tecnología, un mundo más allá de la escasez. En las películas, ese lugar siempre parece un mundo de sabios tranquilos habitado por personas que se visten con ropas blancas y se desplazan en unos chismes voladores mientras son atendidos por distintos tipos de robots. Seguro que es un reflejo de la idea religiosa del paraiso.
Y quizás el mundo llegue a ser así alguna vez, pero el caso es que a nosotros lo que nos ha tocado vivir es el mientras tanto. Y la paradoja de este momento histórico es que, a medida que la plutonomía crece con sus bienes abundantes, la economía está encogiendo. Y es de esa paradoja nace el malestar que asola hoy el mundo: del ascenso de la extrema derecha a la crisis de salud mental en los jóvenes.
Y es que hemos hecho depender tantísimas cosas de la participación de las personas en la economía que la disponibilidad de bienes intangibles no puede competir con la sensación de escasez que produce, por ejemplo, el estancamiento de los salarios frente a la subida de los precios de la vivienda o el temor a un futuro sin pensiones.
En la segunda parte de este artículo exploraremos la relación entre el ascenso de la plutonomía, el retroceso de la economía y las formas que puede tomar el futuro más inmediato.
Pero esto será la semana que viene. Si no te lo quieres perder, no dejes de suscribirte para recibirlo en tu bandeja de entrada (que tambiŕen es un bien abundante :p).
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* Existe otra versión de esta clasificación donde, cruzando esas variables con la posibilidad de excluir a otros actores de su consumo, Samuelson y otros crearon una estructura de cuatro categorías de bienes. Esta segunda parte es más que discutible y por esa razón en este artículo no la voy a utilizar. En otro capítulo de esta serie haré una nueva propuesta de categorización de los bienes para complementar esta teoría.
Hola María. Un artículo interesante, sobre todo por las cuestiones que plantea. Ciertamente, los bienes públicos representan un problema en su medición, aunque intentos indirectos para medirlo pueden ser posibles. Sin embargo, en la lectura del artículo me vienen ciertas cuestiones que me gustaría matizar.
En primer lugar, la propia naturaleza y dificultad de medir los costes y beneficios de los bienes públicos es un arma de doble filo. Esa dificultad inherente incide dirceamente en la complejidad para los poderes públicos de llevar a cabo una asignación eficiente de los recursos. Los problemas en identificar la demanda real del bien y sus costos puede llevar a ineficiencias y despilfarro.
En segundo lugar, creo que el propio término de bien abundante es problemático. La gastronomía o la medicina, los conocimientos detrás de ellas, pueden ser abundantes si. Pero por ejemplo ¿el caviar es abundante? ¿las vacunas son abundantes? Creo que se entremezclan el conocimiento humano, acumulativo, necesario para inventar, diseñar, innovar y producir, con los bienes propiamente dichos, que si son objeto de estudio por la Economía. Medicamentos, vacunas, robots médicos, hospitales, camillas, etc... Todo ello es escaso. Su elección implica necesariamente una renuncia de otras alternativas. Además, no puede decirse que un bien, por no ser rival, su coste es cero. Aquí encuentro confusión entre coste marginal y coste total. Justamente, el coste de mantener un ejército y la tecnológica armamentística necesaria para defender el Estado de amenazas extranjeras no aumenta si se añade una persona más, de ahí la no rivalidad, la denominación de la defensa nacional como bien público y el coste marginal de añadir un ciudadano más es cero. Pero los costes totales pueden ser elevados. Y esos costes se distribuyen entre la población total, se socializan. En cierto aspectos, como el caso de la defensa nacional, puede tener cierta lógica frente a sus alternativas. Pero cuidado con el embrujo de la socialización de costes, no hay tal cosa como un almuerzo gratis. En este caso, en vez de soportar un individuo los costes, lo hará el conjunto. Pero ¿qué costes debe soportar el grupo? Eso es una pregunta a plantearse.
Y en tercer lugar, si me gustaría hacer un apunte respecto a la mercantilización que comentas. La búsqueda por un lado de mejorar ciertos ámbitos en diferentes disciplinas, para hacer las cosas mejor y por ello buscar un beneficio, es lo que ha llevado a esa mercantilización. Pero eso no es malo. No puede decirse que un curandero en épocas donde se utilizaban sanguijuelas eran mejor que la medicina moderna, que la leña cortada de una finca sirva mejor que tener gas y luz sin moverte de casa. Y ambos pertenecen a la esfera de los bienes privados. Los bienes públicos tampoco escapan de la ley de la escasez.
En último lugar, aunque entiendo los ejemplos de internet, ni siquiera eso podría catalogarse como bien abundante. Nuestra comprensión del mundo se encuentra limitada por el tiempo y por la atención que podemos prestar a la información. Quizás esta información si es abundante a día de hoy, pero el tiempo y la atención siguen siendo escasas.
Me parece un artículo interesante por todo lo que planteas, dejas temas sobre la mesa que merece la pena debatir (como la comodotización). Gracias por el artículo. Un saludo.
Se agradece mucho el empeño en analizar las tendencias de fondo en este mundo convulso. Nos hace falta más de esto, creo...