Este artículo es parte de “Plutonomics”, una serie que pretende arrojar luz sobre el que quizás sea el mayor problema de la sociedad actual: el colapso del modelo de vida del siglo XX y la emergencia de una nueva realidad, aún por iluminar. El objetivo de estos artículos es servir de base teórica para un libro generalista que tengo entre manos y en el que no podré profundizar esta precisión en este tema. Para recibir las siguientes entregas en tu buzón de email, no dejes de suscribirte!
El malestar. La paradoja de la escasez en un mundo abundante.
10 predicciones sobre lo que ya está ocurriendo (Próximamente).
Plutonomics. Por una nueva ciencia sobre la satisfacción de las necesidades humanas.
Un gran número de los comentarios que he recibido a raiz de la publicación de este artículo tienen que ver con la naturaleza de los bienes. Era lo esperable, porque las clasificaciones que existen a día de hoy en la teoría económica tienen varios agujeros importantes que conducen a confusiones mucho más relevantes para comprender el mundo de lo que pudiera parecer.
Merece la pena dedicar unos minutos a arrojar un poco de luz sobre el tema.
Paul Samuelson popularizó en los años 50 del siglo pasado la primera división de los bienes en dos categorías en función de la rivalidad del consumo. Los llamó bienes de consumo privado y bienes de consumo colectivo.
Un bien es rival si el consumo que hace un individuo de él reduce la capacidad de otros para consumirlo. El consumo de una porción de pizza por una persona hace que sea imposible para otra consumir esa misma porción de pizza. Por el contrario, muchas personas pueden consumir simultaneamente una receta de cocina sin que el consumo por una reduzca la disponibilidad del bien para otra. Por lo tanto, la porción de pizza es un bien rival, mientras que las recetas de cocina no lo son.
Años después Richard Musgrave amplió esta clasificación para incluir una nueva propiedad, que consistía en determinar si se podía excluir a un tercero de su consumo. Un bien era excluible, decía Musgrave, si se podía “levantar una valla a su alrededor” y evitar así que alguien consumiera ese bien. Así, por ejemplo, los parques públicos serían un bien excluible, porque se pueden vallar para evitar que alguien no autorizado acceda, mientras que el alumbrado de una calle sería un bien no excluible: una vez instalado no se podría evitar que cualquier usuario hiciera uso de ella.
Cruzando la propiedad de la rivalidad del consumo con la excluibilidad surgía una clasificación con cuatro tipos de bienes: privados, públicos, comunes y club.
Bienes privados: aquellos cuyo consumo es rival y son excluibles, como la ropa, la comida o los coches.
Bienes públicos: aquellos cuyo consumo no es rival y no son excluibles, como la defensa nacional, la luz de los faros o la señal de gps.
Bienes club: aquellos cuyo consumo no es rival pero, como son excluibles, es posible comerciar con ellos, como los cines, las carreteras o los parques públicos. Este tipo de bienes, aunque eran originalmente públicos, permitían “poner una valla alrededor” para limitar el consumo.
Bienes comunes: aquellos cuyo consumo es rival, esto es, se agotan en el consumo, pero no son excluibles, como los recursos pesqueros o los bosques.
A partir de estas propiedades, Elinor y Vincent Ostrom propusieron en 1977 algunas variaciones que añadían matices a esta clasificación en las que no me voy a detener, porque ya llevaban incorporado el que para mi es el pecado original de este planteamiento, que es este de la “excluibilidad” de los bienes.
Por dos razones:
La primera es que si un bien es o no es excluible no emana de una propiedad del propio bien, sino de la tecnología y de la cultura disponible en una comunidad para convertir ese bien en excluible. Así, la televisión era un bien público (no rival, no excluible) mientras no existió la tecnología que permitía encriptar y desencriptar la señal. Desde que se inventó esa tecnología, uno debería decir que la televisión es un bien club (no rival, excluible).
De la misma manera, si consideramos que un parque urbano es un bien club (no rival, excluible), entonces deberíamos considerar lo mismo de un pasto, porque son básicamente la misma cosa. Sin embargo la mayoría de autores consideran que los pastos son bienes comunes (rivales, no excluibles) porque estamos habituados a que los parques urbanos estén vallados y los pastos, no. Pero es perfectamente posible y existe la tecnología disponible para perimetrar ambos. No vallar los pastos es una decisión cultural -o económica, si se prefiere.
Así mismo, podría ocurrir que una comunidad decidiera “vallar” un bien y otra no. Por ejemplo, el 8% de las carreteras en Alemania tienen peajes, pero en EEUU solo el 0,1% tienen. ¿Son las carreteras un bien club (no rival, excluible) o un bien público (no rival, no excluible)?
En segundo lugar, los bienes que se consideran club son en realidad bienes privados, solo que no estamos atendiendo correctamente a la naturaleza del bien. Las entradas del cine lo que venden no es el contenido de la película que, en su naturaleza de contenido audivisual, sería un bien público (no rival, no excluible), sino la ocupación del espacio dentro del cine, la butaca, en otras palabras. Y la butaca es un bien escaso, es un bien privado (rival, excluible).
En realidad lo que Musgrave se preguntaba era si un bien era mercantilizable. Y es que los bienes cuyo consumo no es rival no se pueden comprar ni vender tal cual, salvo que se pueda evitar que alguien acceda a ellos sin haberlos adquirido. Pero si un bien es o no es mercantilizable depende, como hemos visto, de las prácticas culturales, tecnológicas y económicas de la comunidad que hace uso de ese bien, no del bien en sí mismo. Por eso esta propiedad no nos ayuda a comprender la naturaleza de los bienes y solo añade confusión al debate.
Para entender los bienes en el siglo XXI
Si buscásemos una clasificación funcional de los bienes para el tiempo de la plutonomía deberíamos mantener dos propiedades. Primero, la propiedad que nos ayuda a entender cómo se consumen, que era el planteamiento inicial de Samuelson. Después, otra que nos ayude a entender cómo se producen.
Y podemos llevar esa misma idea de la rivalidad en el consumo a la producción y distinguir los bienes en función de si su producción es rival o no. La producción de un bien es rival cuando obliga a detraer recursos de la producción de otro bien. Si fabrico bombas, no puedo fabricar mantequilla con los mismos recursos.
Cuando el consumo de un bien no es rival, pero su producción sí lo es, como en el caso de un faro costero, tendremos los bienes públicos. Serán aquellos que requieren el impulso de una entidad ajena al mercado, pero capaz de ordenar la producción y tomar decisiones sobre los recursos escasos que se aplican a su provisión.
La producción de un bien no es rival cuando no detrae recursos de la producción de otro bien. Los idiomas, por ejemplo, no requieren que nadie detraiga recursos de otra actividad para crearse, para evolucionar, ni para mantenerse. Mientras una persona habla, sin necesidad de hacer un ejercicio distinto del de la conversación, está contribuyendo al mantenimiento y la difusión de su cultura y de su lengua. Los idiomas, el conocimiento o las recetas de cocina son ejemplos de bienes que no son rivales ni en la producción, ni en el consumo y que llamaremos bienes comunes abundantes.
Los recursos que están disponibles en la naturaleza sin la intervención humana tendrían la consideración de bienes de producción no rival, mientras sí son rivales en el consumo. Serían los bienes comunes escasos.
Bienes duales
Hay algunas actividades que producen al mismo tiempo varios bienes: en su aplicación particular son un bien privado, pero en su conjunto producen un bien público. Por ejemplo, la medicina, cuando se presta como un servicio, es un bien privado, pero produce un bien público adicional, que es la salud pública. La salud pública permite que las sociedades sean más prósperas porque reduce la propagación de enfermedades, mejora la calidad de vida de la población y aumenta la productividad económica al mantener a más personas sanas y en condiciones de trabajar, por ejemplo. Aunque el mecanismo de provisión es el mismo (hospitales, médicos, enfermeras, centros de salud), se producen dos bienes al mismo tiempo: uno es la curación de enfermedades y el otro el mantenimiento de la salud pública. Lo mismo ocurre con la educación.
La iniciativa privada, el copyright y los bienes comunes abundantes
Los mercados no pueden, por si mismos, producir bienes comunes abundantes. No solo por las razones bien descritas en la literatura académica sobre la no rivalidad del consumo, sino también porque la producción de estos bienes no es rival.
Pero, utilizando las leyes de propiedad intelectual e industrial, las patentes, las tecnologías de cifrado y otros mecanismos culturales destinados a excluir a las personas de su consumo, algunas instancias de estos bienes comunes abundantes sí se intercambian en los mercados. Por ejemplo, la música -los acordes, los ritmos, los géneros musicales, las melodías- son un bien común abundante pero, copyright mediante, un agente de mercado puede grabar una canción y cobrar por ella a quien la reproduzca.
Si esto es posible, no es porque la canción no sea un bien común abundante, sino porque un mecanismo cultural ajeno a ese bien está forzando que se comporte como un bien privado (rival en su consumo y en su producción). Esto era la excluibilidad de Musgrave.
Pero si no existieran esas normas, las canciones se harían como se hacen los idiomas, por la continua mezcla y transformación que se produce en la sociedad cuando se usan. Y, de hecho, aunque en esa instancia particular la canción se comporte artificialmente como un bien privado, sigue contribuyendo y sigue formando parte de ese otro bien común abundante que es el acervo musical.
Pero ocurre, no solo con la música, sino también con la tecnología o el software, que esta excluibilidad forzada hace que una parte de las instancias de estos bienes, su manifestación concreta, se comporte como si fueran bienes privados contra natura. Esto es, que haya agentes de mercado produciendo algunas instancias de bienes comunes abundantes.
Esto puede llevar a la confusión de que el conocimiento no es en realidad un bien común abundante, pero si atendemos a la naturaleza de su propia dinámica de producción y difusión observaremos lo contrario. Incluso mientras las representaciones específicas de ese conocimiento pueden estar protegidas, el conocimiento en sí sigue mutando y expandiéndose. Esto es precisamente lo que está ocurriendo con la inteligencia artificial y el aprendizaje automático: aunque algunos modelos concretos puedan estar sujetos a restricciones, el campo en su conjunto avanza de manera imparable, alimentado por la recombinación y difusión continua del conocimiento subyacente.
A medida que el conocimiento se mueve desde áreas más protegidas por el copyright, como la música o los libros, a otras que no tienen esas protecciones artificiales, como el software o las matemáticas, se observa con más claridad como todas las formas de conocimiento son bienes comunes abundantes.