Las calorías, el capital y otras cosas que no existen.
Si vamos como pollos sin cabeza y no entendemos qué le ha ocurrido al mundo en los últimos 50 años, es porque el modelo que tenemos para la economía es tan falso como las calorías.
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Igual no lo sabías, pero las calorías no existen. No hay unas pequeñas cositas dentro de los alimentos que sean iguales en un rábano y en un boquerón. Las calorías son una unidad de medida que se inventó en la física para calcular cuánta energía era necesaria para elevar la temperatura del agua.
Años después, un nutricionista las tomó prestadas y se imaginó que, como el cuerpo humano consumía energía y producía calor, podía usar ese mismo concepto para explicar cómo nuestro organismo "quema" la comida y así hacer un símil con una máquina térmica. De manera que cogió algunos alimentos, les prendió fuego en condiciones controladas y midió cuánto calentaban el agua al arder: las proteínas y los hidratos producían 4 calorias por gramo de materia quemada y las grasas, 8.
Aquello fue en torno a 1890. Desde entonces, todavía calculamos las “calorías” de los alimentos en función de cuánto calentarían el agua, hipoteticamente, si les pegasemos fuego. Seguimos entendiendo el cuerpo como si fuera un chisme que, literalmente, quema cosas para producir energía y luego aplicamos ese mismo esquema al etiquetado de los productos o a las recetas de cocina, lo explicamos en los colegios y en los programas de adelgazamiento. Todavía hoy, 150 años después, todo lo que nos enseñan sobre nutrición sigue basado en ese disparate sin ninguna relación con la bioquímica del organismo humano.
Y es que el cuerpo humano no “quema”, en realidad, nada: los alimentos activan distintos caminos metabólicos —como la glucólisis, la lipólisis o la cetogénesis—, que transforman los nutrientes en energía de formas distintas en función de lo que hemos comido, en qué momento, en qué contexto hormonal y hasta de si hemos dormido bien o no. Y que también deciden qué parte de los alimentos procesamos y qué parte excretamos. Las hormonas, y no las calorías, son la auténtica llave que determina cuánta energía usa el cuerpo, cómo y cuándo.
Y sin embargo la medicina —con la inestimable ayuda de la industria— lleva 150 años difundiendo una teoría sin fundamento científico e induciendo a la gente a tomar muy malas decisiones sobre sus hábitos. ¿Cómo puede ser que ocurra esto?
Resulta que, para explicarnos los mecanismos tan complejos que ordenan la vida, necesitamos modelos, simplificaciones. Y cuando la realidad —como la del metabolismo humano— es mucho más compleja que la ficción —”calories in, calories out”— o los intereses creados empujan en sentido contrario, a menudo la mala ciencia se enquista y se vuelve imposible erradicarla.
Con la economía ocurre una cosa muy parecida. Hemos llegado al año 2025 sobre un paradigma de hace 250 años que no soporta el escrutinio más elemental. Y de pronto ha ocurrido que el mecanismo que llevaba todo ese tiempo produciendo un crecimiento continuado, se ha parado. Así, nos hemos encontrado en un colosal bloqueo, en el que los gobiernos de todo el mundo no saben qué hacer para reactivar una economía que ofrezca buenos puestos de trabajo y que siga creciendo porque el modelo teórico que usamos esta basado —como las calorías— en cosas que no existen.
Este fragmento de un artículo reciente en El País es un fantástico ejemplo del lío civilizatorio en el que nos ha metido todo esto:
“Recordemos, una vez más, qué es la PTF (Productividad Total de los Factores). En términos sencillos, la PTF es el “condimento secreto” del crecimiento económico. Es todo aquello que permite producir más sin necesidad de añadir más trabajadores o más máquinas. Es la tecnología, la eficiencia en la gestión, la calidad de las instituciones, la innovación; en definitiva, el “saber hacer” de una economía. Se calcula como la parte del crecimiento que no se puede explicar por el aumento de los factores de producción (capital y trabajo). Es el residuo, lo que queda después de restar todo lo demás. Y en España, la evolución de ese residuo ha sido persistentemente negativa o decepcionante.
¿Cómo obtenemos la PTF? Normalmente como un residuo: lo que no explica los factores observables debe ser PTF. Sin embargo, el método tradicional, el llamado “residuo de Solow”, es muy procíclico, tal y como cuentan estos autores. En las recesiones, cuando la economía se hunde, la PTF se desploma; en las expansiones, se dispara; y esto resultaba extraño.”
¿Cómo que “condimento secreto”? ¿Cómo que “saber hacer”? ¿Cómo que “no se puede explicar”? ¿Cómo que “debe ser PTF”? ¿Cómo puede ser que una disciplina que se considera una ciencia, sobre la que reposa la organización completa de nuestra sociedad, en el año 2025, hable en estos términos? ¿Cómo vamos a entender nada si no sabemos cuáles son los “ingredientes secretos” de la economía?
Si hoy es posible publicar algo como esto en un periódico muy serio de un país muy relevante, es porque lo mismo se publica todos los días por todas partes. Y es que no es el articulista, sino el modelo que subyace, el que no tiene pies, ni cabeza.
Verás:
Resulta que la teoría económica —la mainstream, las alternativas, todas— define el proceso productivo como una combinación de varios “factores”, que serían (con algunas variaciones a través del tiempo, de las distintas escuelas y de los intereses de cada momento histórico) el capital y el trabajo.
Pero esta definición no guarda ninguna relación con el proceso productivo real, es —como las calorias— una invención política, una elucubración, un cuento que confunde los factores productivos con una representación de los grupos sociales involucrados: los dueños del trabajo —los trabajadores—, y los dueños del capital —los capitalistas.
Y es que, según está definición, el capital podría ser desde la inversión en maquinaria e infraestructuras hasta en las herramientas, o en los edificios, o en la tecnología, o en el conocimiento acumulado o, incluso, la inversión en adelantar el propio trabajo para generar stock de productos.
El trabajo, por su parte, podría ser una forma pura de energía (como cuando los obreros mueven una máquina) o puede ser una forma de tecnología (como cuando los programadores escriben software), o puede ser una forma de conocimiento (como los abogados, o los consultores).
Siguiendo esta definición floja y cambiante podríamos imaginar, por ejemplo, dos países distintos que exportan madera. Mientras uno lo hace con mano de obra (trabajo), el otro ha mecanizado completamente la recolección (capital). En este ejemplo, el trabajo y el capital están cumpliendo la misma función en el proceso productivo: la recolección de la madera, el resultado también es el mismo: un stock de tableros. Sin embargo, si nos atenemos a la teoría económica, los factores de producción serían completamente distintos.
Imaginemos ahora que esos dos países deciden industrializarse fabricando muebles. Uno de ellos contratará a diseñadores locales para idear los productos (trabajo), mientras que el otro comprará a un tercer país el diseño industrial (capital). La función en el proceso productivo vuelve a ser la misma, pero la consideración que hace la economía vuelve a ser distinta.
Y entonces, ¿qué los diferencia? Nada. No hay una distinción intrínseca entre trabajo y capital. La diferencia no radica en la función que cumplen dentro del proceso productivo, sino en quién los aporta. El capital es lo que pone quien ya tiene un excedente acumulado; el trabajo es lo que ofrece quien necesita intercambiar su tiempo mes a mes para participar en este proceso (y ser remunerado). La línea que separa ambos factores no es económica, sino política. Por eso estas categorías no sirven para explicar el proceso productivo, sino la organización social que está detrás de este sistema.
El capital y el trabajo son, como las calorías, unidades de medida que calculan la aportación de cada uno de estos grupos al sistema productivo. Cuando intentamos usar esas categorías alienígenas para entender cómo funciona de verdad la economía, todo salta por los aires, igual que pasa si intentamos de verdad entender el cuerpo humano usando las calorías para medir el consumo energético. Por esa razón vamos como pollos sin cabeza intentando entender qué le ha ocurrido al mundo desde el siglo XX. Como todas esas personas que siguen al pie de la letra las instrucciones de su nutricionista y no comprenden por qué no son capaces de perder peso, si están comiendo menos calorias de las que “queman”, nos estamos rompiendo la cabeza contra el muro de una teoría que no guarda relación con la realidad.
Se observa con meridiana claridad si aplicamos esa manera de entender el proceso productivo a una realidad que no sea política, como la de los animales. Por ejemplo, algunos tipos de hormigas practican una forma de agricultura en sus hormigueros. El proceso, por el cuál las obreras recogen y recortan unas hojas para usarlas como sustrato sobre el que unas bacterias producen unos hongos con los que alimentan a las larvas, es análogo a cualquiera de nuestros procesos industriales. Y es que igual que ocurre con todos los demás comportamientos humanos, existimos en un continuo con el resto de los animales y todos los procesos que observamos en la sociedad tienen ecos en otras especies. Por eso en la biología, la medicina, la sociología y la psicología, entre otras, se puede trazar la continuidad entre nuestra especie y el resto.
Y, sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que el proceso productivo de las hormigas se divide entre el factor capital y el factor trabajo. ¡Sería un disparate! porque el capital y el trabajo no existen en la naturaleza, son una construcción simbólica, política, exclusiva de nuestra sociedad. Solo se pueden usar, por tanto, para explicar los procesos políticos en la sociedad, pero no los mecanismos de la economía.
Conocimiento y energía
¿Cómo podemos entender el proceso productivo en su esencia real? ¿Qué modelo podemos usar que nos permita comprender y encontrar soluciones a los problemas a a los que nos enfrentamos?
En esencia, la industria moderna no es más que la cúspide evolutiva de los procesos naturales por los que los seres vivos satisfacen sus necesidades. Hay una línea contínua que se puede trazar desde los mecanismos que usaban los primeros organismos unicelulares para vivir y multiplicarse, pasando por las prácticas cada vez más elaboradas de los animales más complejos —como las hormigas granjeras— hasta llegar a los métodos que hemos ido perfeccionando los humanos durante milenios y que han dado lugar a las actuales industrias.
Todos esos mecanismos están gobernados por el mismo principio; desde los primeros organismos unicelulares hasta las fábricas de microchips de Taiwan, todos los procesos productivos de cualquier organismo, por más complejo que sea, son una combinación de dos factores: conocimiento y energía.
El conocimiento puede ser orgánico (genético o epigenético), puede ser aprendido (como el que adquieren los individuos en su vida) y puede ser social y compartido por un grupo (como el que mantienen las familias de animales sociales). Puede existir solamente en las conciencias —como la cultura—, o puede materializarse en tecnología o en herramientas. Puede ser muy sencillo, como el ADN de una célula, o muy complejo, como las matemáticas.
La energía, por su parte, puede provenir de los alimentos, del sol, de las corrientes de agua, de la quema de combustibles fósiles, o de la electricidad, entre otros. También puede provenir de la acción consciente de los humanos o de los animales. Cuando la aplicación de la energía es consciente, la llamamos “esfuerzo”.
Además, en este modelo, la matería prima necesaria para crear un producto se puede entender como la cantidad de energía necesaria para obtenerla.
Así, las hormigas combinan el conocimiento social del grupo para desarrollar su particular forma de agricultura. La energía del proceso la proven con su trabajo las obreras y también las bacterias que producen los hongos. Los elefantes usan el conocimiento de las matriarcas para excavar pozos en tiempos de sequía usando su propia fuerza y hasta existen algunos pájaros que cazan y después cuelgan a sus presas para que la energía del sol “cure” la carne antes de comérsela.
Nosotros, los humanos, en la economía moderna, usamos una combinación muy sofisticada de conocimiento (matemático, físico, mecánico, químico, arquitectónico, etc.) para satisfacer nuestras necesidades. Como la cantidad de conocimiento es tan inmensa, es capaz de requerir también enormes cantidades de energía, tanta que son necesarias muchas personas y muchos recursos acumulados para activarlo. Esa energía es la que aportan al proceso productivo el capital y el trabajo.
Si existe tal confusión a la hora de definir el funcionamiento real de la economía, es porque los dos “factores” que tradicionalmente hemos identificado como distintos en el sistema productivo son, en realidad, el mismo: tanto el capital como el trabajo son formas de aportar energía a la producción, bien sea porque pueden adelantar grandes cantidades de esa energía en forma de inversión, bien porque pueden aportarla en forma continuada de trabajo.
Mientras tanto, el conocimiento, que no es medible ni intercambiable, que no se puede mercantilizar, que se produce y se mantiene de forma distribuida y que tampoco se puede restringir, que es abundante, en definitiva, ha pasado históricamente desapercibido. No porque no sea relevante en el sistema productivo, sino porque no está representado en esa ecuación política de la productividad.
¿No puede el conocimiento ser fruto del trabajo o del capital? En realidad, no. Una aplicación concreta del conocimiento —como, por ejemplo, un tipo de máquina o un diseño— puede crearse por la aplicación de estos “factores”. Pero esa materialización particular no será más que una minúscula puntita de un iceberg de conocimiento (cultural, estético, mecánico, lingüistico, matemático o cualquier otro) que es preexistente y no obedece ni puede restringirse a una lógica industrial.
El enigma de la productividad
Así que ese “condimento secreto” que “solo se puede medir como residuo” y tiene a los economistas perplejos; ese je ne sais quoi que nos trae de cabeza desde hace una década es, en realidad, el conocimiento. Solo que como no hay un único agente social (como los capitalistas o los trabajadores) que lo reclame, es como si fuera una bruma, un elemento que está por todas partes pero al que nadie parece querer prestar atención. Así es como se ha convertido en un gigantesco paquidermo en la habitación de la economía al que se le han ido poniendo distintos nombres a lo largo de la historia: la “organización del trabajo”, la “mano invisible del mercado” o la “productividad total de los factores”, entre otros.
Y, sin embargo, si observamos el mismo sistema productivo con esta óptica donde identificamos estos dos factores nuevos, se hace evidente de dónde emerge ese “enigma de la productividad”.
Y es que cuanto más conocimiento introducimos en la ecuación productiva, menos energía necesitamos. En otras palabras: cuanto más avanza la tecnología y las técnicas de producción, menos capital y menos trabajo requirimos para satisfacer una necesidad.
Esto fue lo que ocurrió paulatinamente durante los 250 años que sucedieron a la Revolución Industrial. La intensificación progresiva del conocimiento hizo que aumentara la productividad al reducir la cantidad de energía requerida en la producción. Pero para sostener ese sistema productivo era necesario que hubiera un equilibrio concreto entre conocimiento y energía. No solo que la energía, que es lo que se mide y se recompensa en la economía, siguiera siendo necesaria, sino que el conocimiento siguiera en unas pocas manos. Un incremento descomunal del conocimiento desplazaría totalmente a la energia, que se volvería insignificante.
Esto fue precisamente lo que ocurrió entre las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI. En busca del sueño de una “sociedad del conocimiento”, el mundo envió a generaciones enteras a la universidad y se inyectó de aquella manera una cantidad de inteligencia jamás vista. En cuestión de años, pasamos de contar con un puñado de ingenieros, matemáticos y filósofos a tener miles de millones de personas formadas, en todos los países y en casi todas las disciplinas.
Ese equilibrio tan concreto entre conocimiento y energía que había dado lugar a la sociedad industrial, donde unos pocos países y unas pocas empresas acaparaban todo el know-how disponible para producir y comerciar saltó por los aires. La inyección masiva de inteligencia de las últimas décadas del siglo XX —miles de veces superior a la que impulsó en su día la Revolución Industrial— provocó una sobredosis de saber para la que el mundo no estaba preparado. En lugar de estimular la economía, desbarató para siempre el sistema productivo.
Desde aquel momento, segmentos enteros de la economía —como la música, la información o el entretenimiento, pero también la educación, el diseño, la fotografía, el marketing, la programación, la consultoría, la arquitectura, la traducción, la cosmética, la formación profesional e incluso partes de la medicina, el derecho o la ingeniería— han pasado en muy pocos años de requerir grandes cantidades de trabajo e inversión a volverse ingrávidos: distribuidos entre millones de personas alfabetizadas, capaces de tomar decisiones y resolver necesidades por sí mismas.
La desintermediación (la desaparición de los intermediarios entre quienes producen y quienes consumen, como las agencias de viajes, las librerías o las distribuidoras) o la comoditización (lo que ocurre cuando el conocimiento para producir se extiende, la competencia aumenta y el producto baja de precio) y también la desglobalización no son más que consecuencias de este mismo fenómeno que se pueden trazar perfectamente desde este paradigma del conocimiento y la energía.
Cuando los historiadores del año 3000 miren nuestro tiempo desde la distancia, cuando se pueda observar a vista de pájaro nuestro tocito de la Historia, no observaran un “enigma de la productividad” de la sociedad industrial. No verán un bache en el camino que nos ha traído hasta aquí. Lo que verán será el fin de aquella era y el inicio de una nueva.
Y es que vivimos en un mundo inédito; en una verdadera sociedad del conocimiento, que no se parece en nada a la que soñaron nuestros padres. Una sociedad donde el intercambio de bienes y servicios ya no se produce solo en la economía, sino que discurre en un ámbito que todavía pasa desapercibido, pero que se ha convertido en el centro de nuestro metabolismo económico. Es la era de la plutonomía.
Es probable que, como les pasa a los nutricionistas, los politólogos y los economistas tarden algunos años más en reconocerlo. Pero la realidad es obstinada y se seguirá negando a plegarse para encajar en el hueco que le ofrecen. Solo cuando seamos capaces de deshacernos de los modelos obsoletos, en la nutrición y en la economía, podremos empezar a quitarnos los kilos de más que nos han dejado todos estos años de creer en el capital… y en las calorias.
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Fotos de Wikimedia Commons y Brooke Lark.
Me rompes la cabeza cada vez que la mía (la de un economista de la vieja escuela) te lee. Es evidente que estamos ante un cambio de paradigma, y quienes estamos prisioneros de nuestros aprendizajes no logramos identificar aún por dónde van los tiros (metafórica y tal vez literalmente hablando). Hay algo que se nos escapa, pero que ninguna estructura de poder quiere reconocer.
El mundo está cambiando. Eso siempre genera miedo: y cuando eso ocurre los sistemas políticos obsoletos sacan conejos de la chistera, en forma de populismos autoritarios. Este viraje brusco hacia la ultraderecha no es más que la consecuencia del miedo ante el cambio. Pero solo es la última etapa de un sistema que muere, el preludio de lo (desconocido) que vendrá.
No sé si un día tendrías ganas de analizar el fenómeno migratorio desde tu perspectiva innovadora y valiente. Un placer leerte como siempre.
Tus reflexiones resuenan con mi visión de la psicología. En el fondo, nuestro cerebro y nuestro comportamiento solo buscan que sigamos vivos, no que seamos ricos y felices. Todo se puede explicar (simplificando) como conductas que buscan cubrir determinadas necesidades.
Por otro lado, la economía como ciencia solo se ha ocupado tradicionalmente de actividades realizadas por hombres adultos en las que interviene el dinero. Todo lo demás, el ocio, el aprendizaje, los juegos, los cuidados, la cultura, las relaciones sociales, la búsqueda de estatus, el autocuidado... solo se incluye si está mercantilizado. Pero la realidad es que el prisma de las necesidades explica mucho mejor por qué invertimos energía y tiempo en esas actividades. Que haya dinero o no, solo hace que se pueda medir más fácil por ese criterio, nada más.
La economía se queda muy muy corta para explicar realidades.