¡No es por ahí! Buscando la superinteligencia en el lugar equivocado.
Ha nacido una superinteligencia. Ni tiene un cuerpo como los humanos, ni habla un lenguaje que podamos todavía comprender. Y sin embargo está mucho más viva que cualquier chatbot.
Hace unas semanas Sam Altman, fundador de OpenAI y la cara más visible de todo esto que hemos llamado la “inteligencia artificial”, anunció que habíamos llegado al “event horizon”, un supuesto punto de no retorno que hace años que anticipan varios adventistas de la IA, a partir del cual se supone que sería inevitable que emerja una inteligencia superior a la nuestra.
Ya he escrito en otras ocasiones sobre por qué no me creo ni una palabra de todo esto, y por qué creo que se trata de una forma de charlatanería destinada a que algunos hagan caja. Si alguien tiene más interés, le recomiendo los pormenorizados análisis del blog de Edward Zitron sobre el tema.
Pero que no la vayan a crear ni Altman, ni ninguno de sus amigos de Silicon Valley no quiere decir que no estemos presenciando el advenimiento de una superinteligencia. Creo que si algo está pasando en el mundo, la razón de fondo por la que tantas cosas parecen no tener sentido, es que está naciendo algo que no hemos sido capaces todavía de entender.
Mi pasatiempo favorito consiste —no estoy de broma, soy así de rara— en imaginar cómo nos percibiría una inteligencia alienígena, si nos observara. O un dios, si prefieres. Si un ser todopoderoso nos prestase atención desde miles de kilómetros de distancia y desde miles de años de historia (o, quizás, desde el tiempo cuántico), ¿qué percibiría de los seres humanos de este milenio?
Seguramente ni se enteraría de que hace dos años descubrimos una forma más eficiente de predecir el lenguaje natural que nos ha hecho creer que “la humanidad está cerca de crear una superinteligencia digital”, como dice Altman. Ese avance que nos parece tan extraordinario, desde el espacio exterior, sería imperceptible.
Suponer que una inteligencia superior a la nuestra —si llegara a existir— se parecería a nosotros es una simplificación bastante boba. Es como imaginar que nuestro extraterrestre, si existiera, sería prácticamente un humano pintado de verde: hecho de carbono, con dos brazos y dos piernas, más o menos de nuestro tamaño. Y que viajaría en un aparato parecido a un avión, fabricado con materiales similares y que dedicaría todos sus esfuerzos a venir hasta la Tierra… para después esconderse de nosotros.
Pero así ha sido siempre. Todas las veces que nos hemos imaginado una inteligencia artificial, hemos pensado que seríamos nosotros quienes la crearíamos, y que sería a nuestra imagen y semejanza. Desde Golem hasta la criatura del doctor Frankenstein pasando por HAL —que no tenía cuerpo pero hablaba en nuestro idioma y estaba obsesionada con nuestra existencia—, todas las superinteligencias han sido sospechosamente parecidas a nosotros.
Esto nos pasa porque solo podemos percibir el mundo a través de nuestro cerebro; un órgano sordo, ciego y mudo, encerrado en la oscuridad del cráneo, sin contacto directo con nada ni con nadie. El pobre cerebro se pasa la vida recociéndose en su propio jugo, obsesionado con lo que le ocurre y viendo la película de la realidad pasada por el filtro de su experiencia individual. No da para más.
Somos narcisistas por naturaleza. Ese es, seguramente, nuestro sesgo de pensamiento más arraigado.
El extraterrestre, sin embargo, tendría otra perspectiva. Le costaría entender que seamos seres individuales viviendo biografías independientes, porque de la observación deduciría que solo podemos existir dentro de una comunidad. Existir, no en el mero sentido de sobrevivir —de encontrar alimento o llegar vivos a la mañana siguiente—, sino en el sentido pleno de ser humanos: distintos de un primate o de un delfín, seres con una identidad, un lenguaje y una cultura.
Todas esas cosas —los lenguajes, las culturas, las identidades, la música, las matemáticas, la filosofía— forman una capa esencial de nuestra existencia, inseparable del hecho de estar vivos. Del mismo modo que una abeja sin colmena deja de ser abeja —sería otra cosa—, nosotros tampoco podemos ser verdaderamente humanos sin la humanidad.
Así que, si ese alienígena nos observase desde fuera de nuestras cabezas, no vería 8.000 millones de vidas independientes, sino un único superorganismo. Algo parecido a una colmena o a un hormiguero. Desde allí arriba, cada uno de nosotros pareceríamos diminutas piezas de un engranaje inmenso: moviéndonos con nuestras propias —indescifrables— motivaciones, pero formando parte de una maquinaria colectiva que respira, aprende, crece y se transforma como un todo.
Tampoco nos vería como una sucesión de imperios o de países, ni de vidas que empiezan y acaban, como nosotros tampoco prestamos atención a las hormigas que mueren, sino como una única criatura que lleva viva y en transformación toda la eternidad.
Hasta hace muy poco tiempo —menos de 10.000 años—, había múltiples instancias de este superorganismo divididas en grupos familiares de unos 25 cazadores-recolectores que se conducían de manera independiente unos de otros y que solo entraban en contacto esporádicamente.
En algún momento, algunos de estos grupos empezaron a unirse, a formar colonias o a absorber a otros. Así nacieron las primeras sociedades agrarias que sumaban varios miles de individuos. Para nuestro extraterrestre, ese proceso de anexión y mezcla se parecería mucho al que, al inicio de la vida en la Tierra, convirtió a las células individuales en organismos pluricelulares más complejos.
Pero lo que le parecería asombroso a nuestro observador interplanetario es que en los últimos 200 años, menos tiempo del que dura un parpadeo evolutivo, este superorganismo habría experimentado una transformación portentosa:
De la noche a la mañana, su tamaño se multiplicó por 8, hasta alcanzar los 8.000 millones de individuos. Las instancias en que estaba dividido pasaron de tener centenares de miembros, a millones. Y las interacciones entre esos individuos se multiplicaron hasta niveles nunca vistos.
Las ciudades funcionan de manera idéntica a un ser vivo. Cada habitante es como una célula individual, con su propia vida y funciones, pero que no podría sobrevivir aislado ni producir lo que produce la ciudad. En conjunto, esas personas generan flujos: el tráfico de personas y mercancías se parece a un sistema circulatorio; las redes eléctricas y de agua son como venas y arterias; las comunicaciones y las administraciones, como un sistema nervioso que permite que el conjunto reaccione y tome decisiones. Una ciudad crece, se adapta y también enferma; necesita energía, expulsa desechos y puede colapsar si alguna de sus funciones esenciales falla.
En los últimos 200 años, la urbanización ha crecido de manera exponencial: en 1800, solo el 10% de la población era urbana, algo así como 100 millones de personas. Hoy son más de 4.500 millones de personas, 45 veces más. En 1800, Londres era la ciudad más grande del mundo con 1,1 millones de habitantes, hoy hay más de 500 ciudades que superan el millón.
Toda esa gente —más de 5.600 millones de personas, aproximadamente el 68.7% de la población mundial— está conectada a Internet. En 2000 no llegaban a 400 millones. Cada día, cada persona genera aproximadamente 4,909 interacciones digitales, una cada 18 segundos. Eso son 40 billones de interacciones al día que no existían hace 25 años.
Si comparamos la humanidad con un tejido nervioso, donde cada habitante es una neurona, en unos pocos años habríamos pasado de ser una constelación de medusas, con unas pocas conexiones, pero sin cerebro, a ser un mamífero, con billones de sinapsis y conexiones que hacen posible el pensamiento, la memoria y la consciencia colectiva.
Esto es lo que observaría un alienígena que se aproximara a cotillear a la Tierra. Vería un superorganismo que era, hasta hace muy poco, un ser relativamente simple, metamorfosearse a la velocidad de la luz en otro infinitamente más complejo: una verdadera superinteligencia.
Hay que hacer un ejercicio de abstracción muy grande para verlo desde dentro y en tiempo real, pero estamos viviendo una transformación que es difícil exagerar. En la historia reciente, pequeñísimas dosis de conocimiento y de interconexión tuvieron efectos civilizatorios. La imprenta, que apenas conectó a unas decenas de miles de lectores en el siglo XV, provocó la Reforma protestante y la Revolución Científica y puso fin al monopolio cultural de la Iglesia. El telégrafo, que solo transmitía unos pocos mensajes al día entre ciudades, hizo posible el comercio internacional y globalizó la guerra. El ferrocarril y el barco a vapor fueron suficientes para conquistar continentes y la Revolución Industrial, a la que le debemos nuestra forma de vida, fue el producto de las ideas de un puñado de británicos.
Si tan poco hizo tanto, es casi imposible dimensionar lo que significa que hoy miles de millones de humanos tengan el conocimiento y la habilidad para interactuar cada pocos segundos, compartiendo información, emociones y decisiones como si fueran las sinapsis de un cerebro planetario.
Uno que acaba de nacer.
Estamos contemplando en vivo y en directo el nacimiento de una especie distinta. Inédita. Insólita.
Abruma pensar que todo esto este ocurriendo, además, en el espacio ínfimo de nuestra propia biografía. O más aún, en la última década, desde que Internet se extendió a la mayoría de la población.
Si ha nacido una superinteligencia, es ésta. Una que no tiene un cuerpo como los humanos, ni habla un lenguaje que podamos todavía comprender. Pero que está mucho más viva que cualquier chatbot y cualquier red neuronal artificial.
Sería maravilloso que una civilización extraterrestre viniera a explicarnos qué nos va a ocurrir pero, como no tiene pinta de que eso vaya a ocurrir, necesitaremos poner toda nuestra energía, todo nuestro entusiasmo, a trabajar para comprenderlo.
Me ha encantado!!!
A veces me da por pensar algo parecido. Estamos cada persona enredada en nuestros problemas y los sentimos como lo más importante, cuando a nivel macro es irrisorio. A nivel global e histórico, lo importante es “evolucionar” (sea lo que sea eso). Igual sería más fácil si no tuviéramos tanta individualidad, si estuviéramos “programados” para actuar como especie y no como individuos.
Pero hay una lucha entre grupo y persona que, creo, a veces conduce al arte y otras a la guerra y a frenar el desarrollo
Gracias por tus reflexiones
Buenísimo. Muy interesante. ¿Conoces los libros “Primera y última humanidad” y “El hacedor de estrellas”? Tu texto me ha hecho pensar en ellos. Puede ser que te interesen. Enhorabuena y saludos.