No eres tú, soy yo
Hace unos días escribí un hilo en Twitter que se hizo viral en pocos minutos. Este artículo es el tercero (y último) de una pequeña colección en la que estoy compartiendo algunas ideas de fondo sobre las que flotaba ese hilo. Creo que son útiles no solo para entender el mundo, también para conducirse en la vida.
La primera entrega hablaba sobre la incertidumbre, la segunda, sobre la percepción del tiempo y esta tercera sobre cómo la atención.
Si te pregunto cómo funciona tu cabeza, cómo piensas, seguramente me contestarás que tú vas por el mundo percibiendo la realidad con tus sentidos y analizándola -”¡bastante bien, por cierto!”- con tu cerebro.
Creemos que pensamos de manera similar a una máquina, recopilando y analizando científicamente todos los datos observables (de hecho, hemos diseñado las máquinas siguiendo esta creencia). Y tenemos la sensación de que somos bastante buenos comprendiendo el entorno y lo que nos ocurre. Por esto nos peleamos con otra gente: nos cuesta reconciliar esa manera de ver el mundo con la de los demás, que se empeñan en tener otro punto de vista.
Pero si todos tenemos una manera diferente de ver las cosas y todas son válidas, ¿cómo puede ser que la realidad sea la misma?
Es que que nuestra cabeza no funciona realmente así.
Cada segundo se producen a tu alrededor trillones de estímulos electromagnéticos, sonoros, térmicos, táctiles, barométricos, olfativos, vestibulares, propioceptivos y otros muchos. Tu cerebro *solo* es capaz de percibir el 0.00001% y de procesar conscientemente una fracción todavía más diminuta de todos esos.
Hasta hace relativamente poco, la ciencia más avanzada pensaba que lo que hacía el cerebro era seleccionar algunos estímulos que le parecían relevantes, descartar el resto, meter los que había elegido en una coctelera de ideas y aprendizajes que ya tenía e inventarse… una historia. Esta era la teoría de George Lakoff y los marcos mentales: tenemos unas nociones previas que nos ayudan a entender lo que nuestros sentidos perciben, de manera que si veo una vaca, no me hace falta observar cada uno de sus atributos para entender que es una vaca. Con un simple vistazo puedo captar los elementos más importantes para decidir que es una vaca.
Pero los extraordinarios avances de los últimos años en neurociencia nos están contando otra cosa diferente. Hace mucho que sabemos que los órganos sensoriales, como los ojos o la piel, se comunican con el cerebro enviándole impulsos eléctricos. Lo que no sabíamos es que el flujo de información que va de los sentidos al cerebro solo representa el 20% de todas las comunicaciones neurológicas. En realidad, el 80% de los impulsos van desde el cerebro a los sentidos y no al revés.
La máquina de crear experiencias
Los últimos avances en neurofilosofía dibujan esta otra imagen. En realidad, el cerebro humano percibe -relativamente- muy poco. Al contrario, es una máquina de generar predicciones que le dicen lo que va a observar, y encaja unos cuantos estímulos en una narrativa que se ha construido mucho antes de observar la realidad.
Es tan testarudo y da tanto poder a esas predicciones que, a menudo, si los estímulos no se corresponden con esa narrativa, se los inventa. Por eso a veces oímos sonar el móvil cuando no está sonando. Nuestro cerebro interpreta que debería sonar y produce los estímulos. Por eso hay personas que, después de perder un brazo o una pierna, lo siguen sintiendo. Por eso percibimos las formas imperfectas -como un círculo sin terminar- como formas perfectas.
Así que si veo un perro blanco y negro en mitad de unos pastos, le tengo que prestar muchísima atención y acercarme mucho para comprender que no es una vaca. Casi me tiene que ladrar en la cara.
Por eso el cerebro es un narrador que solo sabe conjugar los verbos en primera persona: es que se está inventando el relato. No somos una máquina que observa y analiza, somos un narrador que se está inventando una historia y está empeñado en que la realidad le de la razón. Por eso vemos tanta gente que piensa que, si su visión del mundo no coincide con la de los demás, debe ser que los demás son gilipollas. Esa misma idea de que somos un observador imparcial y preciso de la realidad, ¡era un cuento!.
Por eso somos incapaces de pensar el mundo desde los zapatos de otra persona. Por más que nos empeñemos, no podemos comprender verdaderamente que a cada segundo, en este mismo instante mientras lees estas líneas, hay una mujer pariendo en Pekin, un niño asustado que se ha roto una pierna en Dakar y un anciano dando su último suspiro en Lima. Solo podemos contar el mundo desde nuestro propio relato. No eres tú, soy yo. Siempre soy yo y la historia que me estoy contando en mi cabeza.
Durante algunos años, pocos, los que fueron desde la extensión de la imprenta a las redes sociales, los medios de comunicación de masas consiguieraon que el escenario de todos los relatos fuera más o menos el mismo. Todos veíamos los mismos programas de la tele así que, aunque el cuento que nos contábamos cada uno fuera distinto, más o menos estaba ocurriendo en el mismo lugar. Esto era el consenso.
Pero la extensión de los algoritmos que proporcionan una experiencia diferente a cada usuario en función de sus intereses ha hecho saltar por los aires ese escenario común. Hoy cada persona ve una “tele” distinta. A menudo, completamente diferente a la que ven las demás personas de su entorno. Por eso resulta tan dificil captar la atención de grandes grupos de gente al mismo tiempo. Y la política, la economía, los opinadores, los anunciantes y los medios ya no tienen la atención cautiva de la gente corriente.
El resultado son parlamentos cada vez más fragmentados, pero también esos conflictos que se repiten cada vez con más frecuencia en los lugares donde coinciden personas que no comparten la misma manera de ver el mundo -como en los grupos de padres o las comunidades de vecinos. De ahí las peleas a muerte entre darle y no darle azucar a los niños, las luchas encarnizadas en Twitter y la mal llamada polarización.
Y es esta transformación inédita de la experiencia humana, mucho más que los hypes de la IA, el metaverso y demás pamplinas, la que tiene todas las papeletas para poner patas arriba los andamios de nuestra sociedad.
¿Es todo esto una catástrofe? Solo para quienes, hasta ahora, tenían ese monopolio de los medios de comunicación. Seguramente, para todos los demás, será una forma de emancipación. Pero es verdad que, en el mientras tanto, corremos el riesgo de que se deterioren otras cosas importantes que funcionaban gracias a que existía ese consenso, como la democracia.
La manera de evitarlo es participar de esa conversación global que está teniendo el mundo, pero para recordarnos unos a otros lo que nos une, en lugar de lo que nos separa.
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