La riqueza imaginaria
Vivimos como si el mundo no hubiera parado de crecer, empeñados en que la vivienda y los ahorros se sigan revalorizando por encima de la realidad. Hasta que se caigan todos los naipes.
Un dato que me obsesiona y que no me canso de repetir es este: dos tercios de la “riqueza” global son activos inmobiliarios.
Si pienso en la idea de riqueza, lo primero que se me viene a la cabeza es una montaña de lingotes. O de monedas. La piscina del Tio Gilito o un señor encendiéndose un puro con billetes de cien dólares. Al menos, pozos de petróleo o campos de algodón: fábricas y manufacturas de cosas que luego se venden a cambio de dinero.
Pero hoy, el 62% de nuestro “patrimonio” no es ninguna de esas cosas: son edificios. La mitad de toda la “riqueza” mundial son viviendas. No solo esto, sino que casi todo el “crecimiento” de ese patrimonio desde el año 2000 se explica, no porque haya más edificios, sino por la revalorización de los que había. Por comparar: todo el oro que existe en el mundo no llega al 3% del total de la riqueza.
Dicho de otra manera: aunque tenemos la percepción de que la economía —esa que nos imaginamos como un engranaje de fábricas y productos y puestos de trabajo— va como un tiro, la realidad es que dos tercios del valor que creemos acumular no está en ese mecanismo. No son acciones de empresas que produzcan bienes y servicios y ofrezcan puestos de trabajo, ni siquiera montañas de dinero que hayamos acumulado. Son casas y — en mucha menor medida— oficinas y centros comerciales.
Si tenemos la percepción de que el mundo crece, no es porque haya nuevas fuentes de riqueza, ni siquiera porque haya crecido el parque inmobiliario, sino porque esos activos se han revalorizado.
Este dato explica muchas cosas incomprensibles del mundo del siglo XXI:
Una: que la desigualdad se haya disparado sin que haya un fenómeno productivo que lo explique. En los momentos en la historia en los que la riqueza de los más ricos creció exponencialmente, fue como consecuencia de transformaciones de la economía, como la aparición del coche o del petróleo. Hoy los ricos son cada vez más ricos no porque produzcan más, sino al contrario: porque la riqueza crece maś rápido que la economía. Por ejemplo, en EEUU, el PIB creció entre 1989 y 2023 un 147%, mientras la riqueza creció un 300%.
Dos: la consecuencia es que se ha vuelto mucho más rentable poseer, que producir. La gente que tiene propiedades es mucho más rica, mientras que quien no las tiene es mucho más pobre.
Tres: resulta imposible resucitar una economía productiva, por más madera que le echen los gobiernos a esa caldera, porque todo el dinero se escapa en cuanto puede a la inversión inmobiliaria.
Pero es que esto debería ser un disparate, ¿no? ¿Cómo puede ser que la riqueza crezca más rápido que la economía productiva? ¿No debería ser la riqueza el resultado de haber producido algo? ¿No es la riqueza una forma de acumulación del resultado de la economía?
No.
La diferencia entre los flujos de la economía (como el PIB) y lo que entendemos por “riqueza” es que los primeros miden todas las transacciones que se producen en un periodo de tiempo, mientras que la segunda se calcula haciendo una estimación del precio de un activo y multiplicándolo por el stock total.
Por ejemplo: En un país que exporta plátanos, el PIB será el resultado de todas las ventas que se hayan efectuado: contamos cada uno de los plátanos realmente vendidos y el precio al que se han transaccionado y tenemos lo que ha producido ese país. Los salarios de los trabajadors dependen de esas ventas.
Por el contrario, el “valor” de la riqueza de ese país no se calcula sobre ventas reales. Si se ha vendido una sola vivienda, se toma el precio de esa única venta y se multiplica por el total de viviendas existentes, como si todas se pudieran vender al mismo precio, aunque no se haya vendido más que una.
Esta es la misma manera en que se contabiliza la otra forma más abundante de riqueza: las acciones de las empresas cotizadas. Tomamos el precio de la última acción vendida y lo multiplicamos por todo el stock de acciones.
También es la cuenta que hacemos frecuentemente las personas de a pie: por un lado tenemos el salario o el saldo de la cuenta corriente, que es una realidad medible y concreta. Por otro, el supuesto “valor” de nuestro piso o del que nos tocará en herencia, que es una entelequia que solo existe en nuestra cabeza.
Tanto que a menudo nos refugiamos en esa ilusión de valor para escapar de la realidad: y es que el salario y el saldo suelen ser escasos y con pocas posibilidades de mejora, mientras la “riqueza” puede seguir creciendo. Mientras la pobreza es real, la riqueza se ha vuelto imaginaria.
Cuando esta lógica se traslada al conjunto de un país, se vuelve un despropósito: los ingresos, los salarios, las cuentas de resultados y los impuestos dependen de un mecanismo real y medible. La “riqueza”, por su parte, es un producto de la imaginación colectiva. Decidimos creer en la ficción de que todas las viviendas de un país se venderían a un precio y hacemos girar la vida en torno a esa invención.
Hay quien podría decir que toda la riqueza es imaginaria, también el precio del oro o del Bitcoin son una ilusión que crean los compradores. Pero esos valores no dependen de la economía real, porque no tienen ninguna utilidad, salvo como reserva de valor. El valor de la vivienda, por el contrario, depende de la economía productiva: de los ingresos y de los salarios de los trabajadores que pagan alquileres e hipotecas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Durante la segunda mitad del siglo XX, a la vuelta de la Segunda Guerra Mundial, todo el espectro político se conjuró para producir un mundo de crecimiento infinito donde todas las personas tendrían una infinidad de oportunidades. En aquel momento, parecía hasta sensato, porque las ganancias de la Revolución Industrial de los dos siglos anteriores habían hecho crecer la economía tantísimo que no tenía coste repartir. Si el mundo seguía creciendo, habría de todo y para todos.
Por eso todas las familias políticas —y no solo la izquierda, como se suele creer— ondearon la bandera de la redistribución. Hasta Margaret Thatcher (“El papel del Estado es permitir que las personas sean propietarias, no mantenerlas como sus inquilinas para siempre.") y Ronald Reagan, ("No existen límites al crecimiento y al progreso humano cuando los hombres y las mujeres son libres para perseguir sus sueños") a su manera, dibujaron un mundo donde todo el mundo iba a ser rico.
Y la manera de almacenar toda esa riqueza, el vehículo donde los trabajadores iban a custodiar su nueva posición en la sociedad, era la vivienda. Por eso los gobiernos se han empeñado en que los precios de la vivienda sigan subiendo con estímulos económicos, subvenciones a la construcción e incentivos fiscales.
A falta de una forma mejor —y más beneficiosa— de entender el mundo, seguimos creyendo que todo esto es verdad. Mucha gente sigue viviendo como si el mundo no fuera a parar de crecer nunca. Pero la realidad es testaruda y, en el siglo XXI, el crecimiento en los países desarrollados se ha estancado . Ya es menos de la mitad de lo que era en el siglo XX (2,8% entre 1961 y 2000 frente a 1,2% entre 2000 y 2024).
Y esto no es una desviación estadística. Tampoco es un bache en el camino que se vaya a reconducir en los próximos años. Es el síntoma más lacerante del fin del breve lapso de tiempo que duró la sociedad industrial.
Si los gobiernos de todo el mundo siguen empeñados en defender esa ficción del crecimiento infinito es porque no tienen otra: la necesitan para mantener la cohesión social. Los ahorros, las pensiones, las herencias e incluso la identidad de mucha gente están intimamente vinculadas a esa ficción de la riqueza creciente.
Pero en esa huida hacia adelante, están creando un monstruo: esa riqueza imaginaria es un inmenso y peligrosísimo castillo de naipes. Y es que solo podemos mantener la ficción de que todas esas viviendas tienen ese valor porque alguien está dispuesto a pagar un alquiler. Y ese dinero solo puede salir de la economía productiva. De manera que el mercado inmobiliario no puede, en el medio plazo, emanciparse de los salarios, ni de los resultados de las empresas. No puede seguir creciendo indefinidamente.
En los años próximos la economía productiva seguirá decreciendo y los alquileres seguirán subiendo. Llegará un momento, bien porque haya una crisis que produzca desempleo, bien porque se alcance un punto de equilibrio en el máximo absoluto que puedan pagar los trabajadores, en el que las viviendas dejarán de subir.
Y entonces no nos quedará más remedio que enfrentar las consecuencias de todo esto.
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Como siempre...
Sublime!!!