El robo del siglo
Las grandes plataformas tecnológicas se han quedado algo mucho más importante que nuestros datos. Es el momento de recuperarlo.
Cuando Clive Humby acuñó la expresión “los datos son el nuevo petróleo”, no pretendía decir que los datos fueran la próxima materia prima destinada a reemplazar al petróleo como fuente de riqueza.
Corría el año 2006 y este matemático británico quería destacar otra cosa muy distinta: al igual que el crudo, los datos sin procesar carecen de valor. Solo al ser seleccionados, analizados y refinados adquieren utilidad. Y, sin embargo, la frase ha corrido por los caminos de la historia como metáfora de un supuesto negocio de compraventa de información de particulares sobre el que se sustentaría el reinado contemporáneo de las plataformas digitales.
Según esta creencia, mil veces repetida, las grandes tecnológicas —como Google, Facebook, Twitter, Tiktok, etc.— se estarían quedando con nuestros datos personales para vendérselos a los anunciantes. Estos datos serían un recurso muy valioso, tanto que algunos políticos incluso han propuesto la creación de un “dividendo de los datos”, que las compañías deberían pagar a sus usuarios para disponer de ellos.
Esta narrativa, además de evocar otros episodios históricos en los que la riqueza de la gente común fue absorbida por grandes corporaciones, resulta poderosa porque conecta con una sospecha generalizada: si estas empresas han acumulado tanto poder y riqueza, no puede ser solo por prestar un servicio por el que no cobran. ¿Cómo puede ser que se hayan convertido en los gigantes que son, más parecidos a imperios contemporáneos que a corporaciones multinacionales, ofreciendo un servicio que es —aparentemente— gratuito? Su crecimiento desmesurado nos obliga a preguntarnos qué están extrayendo realmente de nosotros y por qué su modelo funciona.
¿Con qué comercian las tecnológicas? ¿De dónde sacan su poder? ¿Tendría sentido que estuvieran obligadas a pagarnos por el uso de nuestros datos? Y ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de “datos”?
En los primeros 2000, cuando todavía no éramos muy conscientes de las dimensiones que iba a tomar todo esto, había un buen número de aprovechados que se dedicaban a recolectar datos personales (nombres, números de teléfono e emails) y a crear bases de datos que se compraban y se vendían para que un tercero enviara publicidad. Aquello dio lugar al spam, esa práctica consistente en enviar correo masivo no deseado.
Afortunadamente, tanto los proveedores de aplicaciones como los gobiernos reaccionaron con bastante rapidez. En unos pocos años se instalaron filtros en la mayoría de clientes de correo y los servidores que dirigen el tráfico de Internet empezaron a denegar el servicio a los remitentes que usaban direcciones robadas. Se aprobaron distintas regulaciones para prohibir el uso de datos personales y, más o menos, todo el mundo se puso al día y puso freno a aquellas prácticas. Hoy, muchas de las aplicaciones que identificamos con este “robo de los datos” ni siquiera tienen ese tipo de información personal del usuario: usan una forma de autenticación de terceros (como cuando usas tu cuenta de Google o de Facebook para registrarte en una app).
Así que, en 2025, cuando hablamos de “datos” no estamos hablando de vender tu email a un spammer que te va a enviar anuncios de Viagra. Se trata de otra cosa.
Todas las aplicaciones en las que es necesario identificarse —crear una cuenta— registran los movimiento de sus usuarios. No es una práctica maligna: es el comportamiento normal de la tecnología digital. Todos los programas guardan un registro de cada una de las diminutas transacciones y cambios que ocurren dentro del sistema. También tu ordenador guarda un registro de todas tus acciones.
Ocurre que, a diferencia de quien tiene una actividad física en la que se encuentra cara a cara con otras personas, en las aplicaciones digitales no ves a los usuarios: no sabes quiénes son, ni lo que necesitan, ni cómo darles un mejor servicio. Así que lo que hacen los gestores de estos programas es estudiar cómo se comportan los usuarios a través de sus “datos”: del análisis de cada una de esas pequeñas acciones que llevamos a cabo dentro de cada web. Esto incluye el tiempo que estamos en una página, los enlaces que pinchamos, si favorecemos unos contenidos u otros, con quién interactuamos, con qué frecuencia, si abandonamos el sitio por un lugar o por otro, etc.
Y esto lo hace todo el mundo, desde las administraciones públicas hasta la web del banco, pasando por tu periódico de confianza.
Las plataformas que venden publicidad (como las redes sociales pero, también, a menudo los periódicos y las revistas digitales) usan esa información para permitirle a los anunciantes segmentar a la audiencia y dirigirse solamente a un tipo de personas en concreto —por ejemplo, en una franja de edad o que sigan un tipo de contenidos determinados. Con estos filtros, las plataformas les aseguran a sus anunciantes que su publicidad va a tener más efectividad y, por tanto, merecen cobrar más por ella.
Y es que, hasta que aparecieron estas plataformas, hacer publicidad era como matar moscas a cañonazos. Sin poder segmentar el mercado para llegar a un cliente concreto y en manos de los grandes editores de medios de masas, solo podía publicitarse quien tenía unos presupuestos inmensos. “La mitad del dinero que gasto en publicidad se desperdicia”, decía un famoso empresario americano, “el problema es que no sé qué mitad”.
Con esta segmentación las herramientas digitales abren el mercado publicitario a nuevos anunciantes que buscan un cliente nicho y ofrecen un servicio mejor que el que dan otros soportes que no pueden discriminar a sus audiencias, como la publicidad en la calle o en la televisión.
¿Podríamos decir que las plataformas se lucran con esa información que obtienen de sus usuarios para incrementar el precio y el abanico de opciones publicitarias que ofrecen? Supongo que sí. Pero si esto es un “robo” no es distinto del que tenían en marcha los periódicos hace 50 años. Si acaso, está mejor ejecutado.
Además es que esos datos no son universales: no tienen verdadero valor fuera de esas plataformas. A esto era a lo que se refería Clive Humby cuando decía que los datos necesitaban ser refinados, como el crudo. Aunque sean muy valiosos para segmentar audiencias, son contextuales: no se pueden trasladar a otra aplicación para usarlos en otro lugar. No son los datos lo que se están quedando estas plataformas.
Entonces, ¿De dónde sacan su poder y la inmensa cantidad de dinero que están generando?
De tu identidad.
Y es que cada vez que abres un perfil en una plataforma, estás dejando allí una versión de tu identidad. Una versión de ti mismo que, con el tiempo, almacenará una imagen, una colección de historias y una red de contactos. Un montón de cosas valiosísimas que lleva mucho tiempo y mucho esfuerzo construir.
En la economía de la atención, esa identidad se ha convertido en el verdadero patrimonio de las personas. Es en nuestra identidad donde se acumula la confianza que generamos, el reconocimiento que recibimos, el estatus que proyectamos y hasta el conocimiento que compartimos. En el mundo del siglo XXI, ese capital simbólico determina a quién contratamos, a quién escuchamos, con quién colaboramos o a quién seguimos. Es la base sobre la que se construyen las decisiones económicas en el mundo digital. Cada vez que hacemos una incursión en la vida, nos basamos en ese patrimonio que hemos acumulado en nuestra identidad. Por eso vale muchísimo dinero.
Hoy esa identidad está fragmentada. Un pedazo queda en Twitter, otro en Airbnb, otro más en Wallapop o LinkedIn. Cada una de estas plataformas retiene una porción de nosotros y nos obliga a interactuar dentro de sus propios límites si queremos usar ese capital simbólico.
Así, si alguien quiere alquilar su casa, debe hacerlo desde Airbnb porque es allí donde ha acumulado reseñas positivas. Si quiere vender algo, debes hacerlo en Wallapop porque es allí donde has ganado credibilidad. Si quieres opinar sobre política, no te sirve cualquier blog: necesita el alcance y la legitimidad que has construido entre tus seguidores en Twitter.
Es por esta razón que las aplicaciones pueden, después, volverse odiosas y dedicarse a generar polarización: porque no es nada fácil marcharse sin dejar atrás el capital relacional que hemos construido con tanto trabajo. Estamos a merced de los intereses de sus dueños.
¿Qué significa esto en términos económicos? Imaginemos que cada vez que cambiáramos de trabajo, tuviéramos que abandonar nuestra experiencia previa, nuestras habilidades, nuestras recomendaciones, como si nunca hubiéramos trabajado. Empezar de cero. ¿Dónde estaríamos hoy? ¿Cuánto costaría reconstruir desde cero ese capital invisible? Esto es lo que nos ocurre con la identidad digital. Cada vez que queremos salir de una plataforma, tenemos que volver a empezar desde cero.
Pero si no lo hacemos, nos nos queda otra que seguir aportando acumulando capital en un espacio que no es nuestro. Cada acción dentro de cada una de esas plataformas refuerza esa identidad digital, pero también la encadena. Es como si estuviéramos construyendo una casa en unos terrenos que no son nuestros, a la que solo podemos cuando nos dejan y para lo que nos dejan, y a sabiendas de que nos van a cobrar una comisión —o una leva— cada vez que venga alguien a vernos.
El negocio de las tecnológicas no es el robo de los datos: es el de una sociedad neofeudal donde un montón de siervos “trabajan las tierras” de su identidad digital en las posesiones de unos señores con los que han firmado un contrato que les prohibe marcharse. El robo del siglo XXI, que lleva 25 años en marcha, no tiene que ver con nuestros datos, sino con el rapto de la identidad y del capital identitario de miles de millones de personas.
Por eso no tendría mucho sentido que las tecnológicas pagaran una parte de lo que le están quitando a todos esos siervos. Lo que tiene sentido es irse.
Reclama lo que es tuyo
Afortunadamente, todo esto está a punto de cambiar. Igual que la tecnología nos ha dejado meternos en este embrollo, tiene la capacidad de sacarnos de él.
Un protocolo es un conjunto de normas que dictan como se transmite la información entre varios nodos de una red. A diferencia de las aplicaciones privadas, como Facebook o Twitter, los protocolos son estándares abiertos, comunes a cualquier usuario: algo así como los campos comunes del mundo digital.
Por ejemplo, “http” —esas letras que ves delante de cada dirección web— es el protocolo que permite que cualquier navegador pueda mostrar cualquier página web. Si no existiera, no existiría tampoco el espacio común de la web, donde cualquiera puede tener su propio dominio y su propia página.
En los últimos meses está creciendo a toda velocidad un protocolo nuevo que tiene la potencia suficiente para devolernos nuestra identidad. Se llama “atproto”, una abreviatura de Authenticated Transfer Protocol, y sirve para crear redes sociales descentralizadas.
Desarrollado por el equipo que está detrás de Bluesky, su objetivo es permitir que distintas plataformas sociales interactúen entre sí sin depender de una sola empresa o servidor centralizado. A diferencia de las redes tradicionales, atproto separa la infraestructura técnica (la red y los datos) de la interfaz del usuario, lo que permite que los usuarios mantengan su identidad, sus seguidores y su historial de publicaciones incluso si cambian de aplicación o proveedor.
El funcionamiento de atproto se basa en tres pilares: identidades portables (los usuarios controlan su nombre e identidad digital), repositorios personales (cada usuario tiene su propio archivo con su actividad), y algoritmos abiertos (los usuarios pueden elegir cómo se ordena la información que ven). En lugar de que una sola empresa decida qué contenido se muestra y cuál se oculta, atproto permite que múltiples algoritmos compitan por la atención del usuario. Esta arquitectura promueve un ecosistema diverso, resiliente y transparente, donde la confianza se construye desde el diseño del sistema y no desde el control corporativo.
Las posibilidades que abre atproto son inmensas. Si la identidad digital y la reputación pudieran trasladarse libremente entre plataformas, emergería una nueva economía de la confianza. Podríamos seguir al mismo creador de contenido —o al mismo medio— sin depender de los algoritmos, intercambiar casas o cualquier otra cosa sin que medie ninguna plataforma, y construir redes sociales en las que compartir conocimiento, apoyo o experiencias no tenga que pasar por un filtro comercial. En un mundo donde la confianza ya no está privatizada, podrían florecer nuevas formas de comunidad, más allá del control de los gigantes tecnológicos, en un sinfín de ámbitos: desde las citas, hasta el comercio, pasando por muchas formas de trabajo.
Y lo mejor de todo es que todos podemos ser parte de la solución.
Aquí van tres ideas muy sencillas que puedes poner en práctica:
— Abre cuenta en Bluesky, la primera aplicación de atproto y su mascarón de proa (tiene ya 40 millones de usuarios) y animar a otras personas a hacer lo mismo.
— Haz una donación a la campaña “Free our feeds” que recaba fondos para que más desarrolladores puedan hacer aplicaciones que corran sobre atproto.
— Corre la voz, compartiendo este artículo u otros.
Nos vemos en las redes (libres) :D
Hola, María. Llevo siguiéndote desde que te descubrí hace unos meses. ¡Me encanta lo que escribes!
Sin ánimo de crítica, me gustaría hacerte notar que en cuestión de protocolos libres, hay alternativas mejores que atproto. Estás en Bluesky, así que puedes hacerte —y hacer a otros— la siguiente pregunta: ¿qué harías si Bluesky se volviera un entorno tóxico, como le ocurrió a Twitter/X? ¿Puedes marcharte con tus seguidores a otro sitio, desde donde continuar manteniendo el contacto? ¿Podrías, igual que puedes irte de Substack y montar tu propio blog independiente en el caso de que Substack se convirtiera en una herramienta de apoyo a ultraderechistas¹²³, montar «tu propio Bluesky»?
¡Sigue con tu labor, necesitamos más voces como la tuya! Un abrazo.
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Iván Rivera
https://brucknerite.net
¹ https://inkstickmedia.com/how-deep-does-substacks-far-right-problem-run-really/
² https://www.nytimes.com/2023/12/22/business/substack-nazis-content-moderation.html
³ https://archive.ph/Yhubs (versión archivada del Financial Times)
Equiparo esa cosecha de datos comportamentales al "farmeo" del que hablan en los videojuegos. El caso es que somos nosotros los que nos autofarmeamos para las plataformas de redes sociales.
https://lacienciadelgarabato.com/archivos/2197
Un artículo impecable, María. Enhorabuena
pd. 1.- Internet no es un bosque, es la Amazonía -que fue un huerto, y que está siendo explotada industrialmente.
https://lacienciadelgarabato.com/archivos/2496#elementor-toc__heading-anchor-2
pd. 2.- Itamar Viera Junior cuenta en su libro "Arado torcido" la historia de dos hermanas negras en una hacienda brasileña. Ya no eran esclavas, pero el régimen era de servidumbre por no poder poseer la tierra (ni siquiera aquella en la que enterraban a sus muertos). Inevitable hacer la conexión.
https://www.pepitas.net/libro/arado-torcido