Cobrar por hablar. Un manifiesto
Hemos asumido que es normal que los trabajadores del conocinimiento no cobren. Normal que no haya muchos.
Hace unos días compartí algunas ideas sobre el fin del trabajo. Hablaba sobre cómo la prometida “sociedad del conocimiento” nunca llegó y sobre cómo, en su lugar, lo que apareció fue una “sociedad de la atención”.
En esta nueva economía, donde unas pocas marcas compiten por vender el mismo producto a los mismos clientes, los antiguos empleos industriales no han sido reemplazados por trabajos intelectuales para arquitectos, ingenieros y científicos. Lo que ha crecido es un ejército de comerciales, camareros, dependientes y teleoperadores que se pelean por captar la atención del cliente. Por eso, hoy en los países desarrollados, el 25% de los jóvenes está sobrecualificado: se formaron para diseñar teléfonos móviles, pero han acabado vendiéndolos.
Podríamos buscar culpables. Y los hay. Pero antes de señalar a otros, quizá conviene mirar hacia dentro y preguntarnos: ¿no tendremos nosotros algo que ver?
Porque una de las razones por la que no hay más trabajo intelectual es sencilla (y dolorosa): nos hemos acostumbrado a no pagarlo. ¿Cuántas veces hemos asistido a una conferencia, un taller o un concierto donde la única persona que no cobra es la que crea el contenido?
Yo misma he organizado centenares de actividades y participado como ponente en decenas. Y he asumido —como tantos otros— que es normal no pagar y no cobrar. En esos eventos, cobra el técnico de sonido, el responsable de redes, el gestor cultural, el director del centro y el personal de limpieza. Cobra la empresa de seguros y la que suministra la electricidad, la que pone el catering y la que hace el montaje. Cobró quien hizo el edificio y el banco que puso el préstamo para hacerlo. Cobra el arrendador. Pero quien da la charla o el concierto, esa persona demasiado a menudo se van sin cobrar. Quienes generan el valor para que todos los demás justifiquen su trabajo son los únicos que no son retribuidos. Normal que no haya más trabajos intelectuales, ¡si nos negamos a pagar por ellos!
¿Cómo puede ser?
Y aquí va mi doble mea culpa: por no haber pagado cuando organizaba, y por no haber cobrado cuando participaba. Porque quienes regalamos nuestro trabajo —quizá porque tenemos otras fuentes de ingresos— contribuimos, sin querer, a que quienes no las tienen no puedan dedicarse a esto. Cerramos la puerta a que exista un trabajo intelectual remunerado por la vía de regalar el nuestro.
Y todo esto genera varios disparates:
El primero: cada vez es más frecuente ver a jóvenes brillantes, pero precarios, trabajando gratis para audiencias de personas que ganan mucho más que ellos. El ponente termina siendo el más pobre de la sala.
El segundo: los mismos creadores se ven obligados a restringir el acceso a sus contenidos online solo para tener alguna fuente de ingresos. El contenido digital, que podría reproducirse infinitamente sin coste, no llega más allá. Sin embargo, en la actividad presencial, que es un trabajo físico, que requiere un tiempo que no te van a devolver y que solo está dedicado a quienes están en la sala, no paga nadie.
Y el tercero: Solo pueden dedicarse a ello quienes tienen la vida resuelta por otras vías. Y de esta manera consolidamos una realidad muy evidente, y es que siempre hablamos los mismos. Siempre hablamos quienes podemos regalar un par de horas de un día, más unas cuantas más de pensar lo que vas a decir en los días anteriores. Quienes vivimos del sueldo de una institución que nos paga para pensar o tenemos la vida resuelta.
Como consecuencia de la precarización del trabajo intelectual, mucha gente se acaba viendo obligada a trabajar a destajo, o a publicar en medios de dudosa ética, o a dedicarse a otra cosa.
¿Cómo pretendemos tener una sociedad de pensadores cuando los tenemos en tan poca estima que los tratamos de esta manera? ¿Cómo queremos que emerjan nuevas ideas si siempre hablamos los mismos?
Por eso hoy os propongo algo muy simple. Un mini-manifiesto con tres compromisos, uno para tipo de actor en este follón:
3 COMPROMISOS PARA DIGNIFICAR EL TRABAJO INTELECTUAL:
Las instituciones culturales se comprometerán a pagar siempre a los músicos, actores, periodistas, profesores, ponentes y cualquier otro tipo de trabajador intelectual que preste un servicio en sus instalaciones o dentro de su programación. De la misma manera que no le pedirían a nadie que sirva las copas del final del acto gratis, que no le pidan a nadie que hable gratis.
Los ponentes, músicos, presentadores, se comprometerán a cobrar siempre. Y si quieren después donar ese dinero, perfecto. Pero primero, que exista, que se ofrezca a todos los ponentes y quien quiera, que lo devuelva o lo done a otra organización.
Y los asistentes, nos comprometemos a acostumbrarnos a poner un bote, a hacer un bizum, al menos, o a pagar una entrada. Hay muchas maneras de organizarse, incluso para que solo paguen los que puedan dentro de los asistentes.
La abundancia se construye reconociendo el valor del trabajo de los demás.
Photo by Annie Spratt on Unsplash
Estoy muy de acuerdo, soy músico, con todo el escrito y enhorabuena, María, por éste y otros artículos anteriores! Hay un matiz que habría que agregar. Las empresas que se dedican a producir y difundir contenidos culturales (editoriales de libros o artículos académicos, conciertos, galeristas, etc.) también se aprovechan frecuentemente de los creadores o investigadores, pagando, pero sumas simbólicas.
No parece descabellado ya aquello que comentaba Miguel Ángel Encuentra -pintor oscense recientemente fallecido- cuando hablábamos de la organización de exposiciones: las instituciones tendrían que pagar un alquiler a los artistas por su obra.