Hace meses que Silicon Valley ha perdido la cabeza. Varias empresas, en feroz competencia por nuevos mercados, no dejan de lanzar titulares inflacionarios sobre el advenimiento de una supuesta “inteligencia artificial general” (AGI, por sus siglas en inglés); una superinteligencia que estaría llamada a sustituir, ahora sí, a todos los humanos.
No tiene pinta de que esto vaya a ocurrir. Pero, en todo caso, es que ni siquiera está muy claro qué sería exactamente una AGI. ¿Sería una máquina capaz de realizar cualquier tarea intelectual como una persona?, ¿sería una inteligencia universal mucho más allá de lo que es humano?, ¿o sería una conciencia capaz de experimentar su subjetividad, entender su propia existencia y actuar intencionalmente, aunque luego no sea tan buena resolviendo problemas?
No es un tema menor, de ser cierto el advenimiento de esta tecnología, en esta discusión se estaría jugando el futuro de la humanidad… y mucho dinero. Y es que los analistas esperan que la IA recoja en los próximos años hasta un billón de euros en inversiones.
En mitad de esta algarabía, hace unos días Microsoft y OpenAI, la compañía que deslumbró al mundo con ChatGPT, tuvieron a bien producir una definición de AGI. Una que explica lo que está ocurriendo en el mundo mejor que todos los libros de economía de la estantería.
Resulta que Microsoft es el principal inversor de OpenAI: tiene 13.000 millones de dólares metidos en la compañía. A pesar de todo lo que reluce, OpenAI no es rentable. Sigue perdiendo dinero dos años después de lanzar ChatGPT y calcula que seguirá perdiendo hasta 2029. Microsoft no quiere ser el pagafantas de todo este tinglado y ha querido agarrar su inversión con un compromiso: la startup le pagará el 75% de sus beneficios hasta que OpenAI alcance la esperada AGI. ¿Cuándo será eso? ¿Cuándo la máquina alcance la conciencia? No, será cuando OpenAI alcance los 100.000 millones de dólares en beneficios.
Con este acuerdo, Microsoft y OpenAI han zanjado el debate y han definido así la inteligencia artificial en términos económicos: podremos llamarlo AGI, dicen, cuando haya generado tantos beneficios que sea evidente que es capaz de sustituir a los humanos en el sistema productivo. Así que ni conciencia, ni comparación con la mente humana, ni test de Turing, ni nada. No hay necesidad de perderse en complejas disquisiciones filosóficas cuando aquí de lo que hemos venido a hablar es de dinero.
Este pacto en la cumbre de la tecnología es el ejemplo perfecto del que quizás sea el principal problema de la sociedad de nuestro tiempo: no sabemos medir el progreso si no genera dinero.
Claro que hasta este milenio eso no fue un problema, porque el progreso material y el progreso humano iban de la mano. Hasta cuando las mujeres empezaron a adquirir mayores cotas de igualdad, subió el PIB (muchísimo). Pero hace años que esto ya no ocurre. Por una razón que tiene que ver con la naturaleza de la tecnología y por otra que tiene que ver con la naturaleza de la economía.
Cuando el progreso encoge el PIB
Yo diría no solo que es posible, sino que lo más probable es que la IA generativa transforme muchas cosas sin producir un crecimiento directo sustancial de la economía. Esto fue lo que pasó con el email, con la mensajería instantánea, con las búsquedas de Google, con el gps, con los software de bases de datos, con la criptografía, con la fotografía digital, con las tecnologías de publicación abierta (blogs y redes sociales) o con la tecnología de reconocimiento de voz, entre otro millón de cosas. Por una razón bien conocida: cuando una tecnología se desarrolla, como está ocurriendo ahora, de una manera distribuida entre varias universidades, varias empresas e institutos de investigación, no es posible “guardarse” la patente para ser la única empresa que se la ofrece a los clientes y controlar el precio. De manera que desde que nace el conocimiento necesario muchas empresas empiezan a competir por el mismo segmento y los precios caen en picado. Es lo que se llama “comoditización” y, aunque ocurre también con los productos físicos, se produce mucho antes y mucho más rápido con los productos digitales.
Por poner un ejemplo de andar por casa: es el proceso que vivimos con los teléfonos móviles cuando la tecnología que usaban pasó de estar solo en manos de Apple y Samsung a ser prácticamente ubicua. Entonces, centenares de marcas empezaron a producir dispositivos y el precio se desplomó. Hoy los teléfonos son una commodity. Son todos prácticamente iguales y valen un puñado de euros.
Otro ejemplo paradigmático es el de los paneles solares, que en 50 años han pasado de costar 130 dólares por watio de potencia a 0,32. Algo así como 500 veces menos.
Esto mismo está ocurriendo ahora en la “IA”. A ChatGPT le siguieron otros bots que son a día de hoy indistinguibles del primero. Y mientras todavía cuesta encontrar usos reales en la economía para esta tecnología, ya se ha extendido tanto que se ha hecho ubicua a unos precios muy bajos.
Pero desde luego que esto no quiere decir que no vaya a cambiar el mundo, solo que no va a producir las montañas de dinero que esperan en Silicon Valley. Al contrario, cada vez hay más tecnologías que producen tantísimo valor y progreso que en realidad eliminan grandes segmentos de empleo y vuelven obsoletas industrias enteras, como ha ocurrido con el caso de Novo Nordisk.
Novo Nordisk, el fabricante del revolucionario medicamento para perder peso Ozempic, perdió la semana pasada la friolera de 90.000 millones de euros en bolsa. La razón que aducen los analistas es que un estudio clínico sobre uno de sus medicamentos no arrojó el resultado que esperaban los accionistas, de una pérdida de peso del 25% (que es una barbaridad), sino del 20% (que no deja de ser otra barbarbidad). La realidad que esconde este desplome es que los inversores están preocupados con el desarrollo de otros 40 medicamentos similares por otras empresas que están a punto de salir al mercado. Si Novo Nordisk no es capaz de producir otro medicamento mucho más revolucionario (que te haga perder, no sé, ¿el 100% del peso? :p) tendrá que bajar los precios y mucho. Ozempic lleva siete años en el mercado y sólo cuatro como medicamento contra la obesidad, pero en ese suspiro de tiempo está poniendo el mundo patas arriba. Es la comoditización de los milagros.
¿Qué ocurre en la macroeconomía cuando un medicamento milagroso acaba con la primera epidemia de salud del mundo, que afecta a 1 de cada 8 personas? ¿Queda reflejado ese inmenso salto de progreso en la contabilidad global? No, ocurre lo contrario, que el PIB encoge. Se produce así:
Al principio, muy pocos usuarios compran la medicación muy cara al único fabricante que tiene una patente (Ozempic cuesta varios cientos de euros al mes y se estima que tenga que usarse de por vida).
Llamados por la posibilidad de generar beneficios, todas las farmaceuticas se tiran a sacar su propio medicamento. En unos meses el mercado se inunda de copias de Ozempic y bajan los precios en picado. No hay mucho problema -salvo el crash de Novo Nordisk- porque el mercado es gigantesco, muchas más personas se hacen usuarias.
Millones de personas pierden la locura del 25% de su peso corporal. La obesidad en el mundo se reduce, pongamos, un 50%. Toda esa gente ya no necesita ir al hospital a tratarse de condiciones relacionadas con la obesidad. Se estima que el mundo gasta hoy unos 800.000 millones de euros al año solo en tratar una de ellas, la diabetes tipo II. Decrece sustancialmente el gasto sanitario en todo el mundo.
Dejan de venderse dietas y servicios de entrenadores profesionales y nutricionistas. Y suscripciones a gimnasios. Y endocrinos. Y productos dietéticos.
El resultado es que hay menos actividad económica, menos empleos y menos transacciones dinerarias como consecuencia… ¡del progreso!
La cantinela habitual es que estos fenómenos dan lugar a la posibilidad de abrir otras industrias. Por ejemplo, que si la gente ya no tiene sobrepeso, hace mucho más ejercicio y entonces se disparan las ventas de ropa deportiva, o que cuando uno puede comer lo que le de la gana sin miedo a engordar, se disparan las ventas de comida.
Pero lo que ocurre desde hace unas décadas es que esas nuevas industrias están tan atravesadas por ese mismo fenómeno de la “comoditización” como las anteriores, y nos metemos en una espiral en la que nunca llega a aparecer ese crecimiento económico esperado.
Y, de todas maneras, es que no tiene ningún sentido que tengamos un sistema que mide las pérdidas del PIB, pero no tengamos otro para medir el valor de acabar con la obesidad.
La economía cocodrilo
Esto ocurre, en realidad, desde que existe la economía. Ese sistema de medición que se basa en que las cosas tengan un precio es como un cocodrilo. Tiene los ojos en la parte superior de su cabeza y solo es capaz de ver una parte limitada de la realidad. Todo lo que pasa debajo de la superficie del agua, se le escapa. Por eso siempre ha tenido problemas para comprender y para reflejar las cosas que eran muy valiosas, pero no se intercambiaban en un mercado.
Por ejemplo, es conocido que la economía no mide el trabajo no pagado que realizan las familias en el hogar. No es exactamente un error de redondeo, según la Organización Internacional del Trabajo, estas horas representan el 25% de todas las horas trabajadas y, si se pagaran, serian equivalentes al 9% del PIB mundial cada año.
También es conocido que la economía no mide los efectos que tiene sobre el medio ambiente el consumo de recursos naturales y que algunos autores cifran entre otro 5% y hasta un 20% del PIB mundial, también al año.
Y hay otros ejemplos menos famosos, pero no menos paradigmáticos de esta ceguera. Por ejemplo, las prestaciones que reciben los ciudadanos de un país se contabilizan de manera diferente si los presta el sector público o el sector privado. Si es por el sector privado, suman por el precio, como se hace con cualquier otro sector, mientras que si se prestan por el sector público, se contabilizan por los costes que representan al Estado.
Según este criterio, la sanidad americana (que representa el 17% del PIB, porque es privada) debería ser mejor que la de España o Francia (7% y 10,5% del PIB respectivamente), cuando es evidente que no es así. Tan extemporánea es esta forma de medir el valor que si EE.UU. tuviera sanidad pública universal, bajaría el PIB muchos puntos.
Y lo mismo ocurre con la educación privada o con la atención a la dependencia. Un país con un sector público más pequeño tendrá un PIB mayor.
Si sumamos todas estas magnitudes, que no son ni de lejos las únicas, es impensable argumentar que todo esto sea un problema de medición. No es que haya, como han apuntado algunos economistas, una especie de “ángulo muerto” poco relevante al que la econometría no alcanza. Es mucho más ajustada la metáfora de un cocodrilo que solo ve lo que le interesa, que son los animales que flotan en la superficie del agua. Es un sistema contable de una parte de la realidad de los intercambios humanos. Y solo mide las cosas cuando entran o salen de su área de medición.
De hecho, el crecimiento de toda la era industrial se puede explicar precisamente por este mecanismo. Entre el siglo XVIII y finales del XX una lista interminable de procesos pasaron del ámbito privado (que la economía no mide) a los mercados: La ropa dejó de hacerse en casa y nació una industria de la moda. Los niños dejaron de criarse en la familia y se crearon guarderías y escuelas infantiles. La educación sacó la formación de los jóvenes de los gremios, el cuidado de las personas mayores pasó a realizarse en residencias, la ropa dejó de lavarse a mano y se vendieron millones de lavadoras, se instalaron sistemas de calefacción en las casas que dependían de un combustible que no se podía recoger -como la leña- y que había que comprar en el mercado. Las familias dejaron de cultivar su propio huerto y de hacer su propio pan. Con cada tarea que salía del hogar, se creaba demanda de empleo en las fábricas, en las tiendas y en los servicios públicos.
Para producir todas estas cosas, se utilizaron recursos naturales que hasta el momento no estaban en los libros de contabilidad. Las minas, los yacimientos de petroleo, el suelo agrario y, sobre todo, el suelo en las grandes ciudades, se incorporaron a la contabilidad nacional de cada país. Hoy, dos tercios de la riqueza total del mundo está “guardada” en ese suelo urbano. Poca broma.
De manera que, si la economía “ha crecido” en los últimos 250 años se puede explicar porque iba incorporando cosas que antes no medía, y ahora sí. Como si un cocodrilo pensara que el lago está lleno de peces porque han subido todos a comer a la superficie.
¿Y qué está ocurriendo en los últimos años? Pues exactamente lo contrario. Como hemos visto en el ejemplo de Ozempic, la tecnología cada vez más se produce de forma distribuida y llega a estar al alcance de cualquiera en muy poco tiempo. La única razón por la que no veremos un medicamento génerico con la misma composición que Ozempic en los próximos meses es que esa formulación concreta está patentada, pero habrá otras.
Fue lo mismo que ocurrió con las redes sociales, con el email o con los blogs, con las búsquedas en Internet, con la web, con las vacunas, con las técnicas de secuenciación del ADN y con otras muchísimas cosas. Tecnologías diseminadas que tuvieron un gigantesco impacto en la sociedad, pero seguramente produjeron una merma de esa sección del mundo que ve el cocodrilo económico. Es lo mismo que va a ocurrir con la energía solar, que con el desplome de los precios que trae aparejada va a ser un antes y un después en la historia de la humanidad.
Cada vez más, la tecnología extrae cosas de esa parte de la realidad que percibe el cocodrilo. No quiere decir que no haga nada, ni mucho menos, solo que la realidad, el cambio, el progreso, ocurre debajo del agua: no se puede ºmedir en dinero.
Por eso urge pensar en otras maneras de ver la economía que no midan solo lo que se intercambia por dinero. O, mejor todavía, inventar una nueva ciencia que no se dedique a la “asignación de la escasez”, como hace la economía, sino que tenga por objeto estudiar todas las cosas que son abundantes y que se intercambian sin que medie el dinero. Y que mida cuánto hemos progresado en los últimos años y cuánto podemos seguir progresando en el futuro en tantísimos ámbitos que hoy están minusvalorados.
Del vocablo griego plutos (riqueza, fortuna, abundancia) y de nomos (distribuir, repartir, asignar) encontramos que podría ser una plutonomía, el estudio y la asignación de la abundancia.
Continuará….
¡Me ha encantado!
Fantástico artículo! Hay que ver lo que da de sí esta realidad inventada nuestra. Creo que el problema no es que el cocodrilo no vea debajo del agua —que si que ve— sino que tiene visión selectiva y solo ve lo que le interesa; como las ranas, que solo ven a las moscas en movimiento, o sea su alimento.