Hubo un tiempo en el que todas las calorías eran iguales. Le preguntabas al consenso de los nutricionistas y te contestaban que no importaba lo que comieras, lo importante era que tu ingesta de calorías fuera inferior al gasto calórico.
Hay quien dice que esa teoría se la inventó la Coca Cola para seguir vendiendo agua con azucar. Da lo mismo; el caso es que durante muchos años la historia fue que daba igual si consumías 2000 calorias al día en donuts y cerveza o en espinacas. Si acaso, las espinacas tenían una ventaja y es que como tenían menos calorias por gramo, podías llenarte (o aburrirte) muchas más veces de espinacas que de helados por el mismo consumo calórico, pero nada más.
Hoy sabemos que no hay nada más lejos de la realidad. La calidad de los alimentos y la velocidad y proporción en la que nuestro cuerpo es capaz de transformarlos en energía son mucho más importantes para la nutrición y la salud que el número de calorias.
Si te hinchas a Phoskitos, tu cuerpo recibe un chute -literal- de glucosa que pone a tus hormonas a bailar la Macarena, mientras que si consumes el mismo número de calorias en espinacas, lo más probable es que tu cuerpo tarde horas en procesarlas, no digiera ni la mitad, y acabe expulsando una parte importante.
Por eso, en nutrición se han inventado otros indicadores, como el índice glucémico de los alimentos, para explicar el efecto de cada tipo de alimento sobre el organismo.
Pasa una cosa muy parecida con el trabajo. Hubo un momento a finales del siglo XX en el que parecía que todos los trabajos iban a ser buenos: trabajos en fábricas bien pagados, trabajos en empresas donde uno empezaba de botones y salía, 40 años después, de director comercial, trabajos en tiendas para toda la vida donde todo el mundo sabía tu nombre. Trabajos que dignificaban y daban sentido y participación a quienes los realizaban.
Claro que nunca fue así. No hay más que entrar en un bar de viejos para encontrarse con las miradas perdidas, como de muertos vivientes, de los camareros que llevan 30 y 40 años de profesión a las espaldas. Como las calorías, nunca todos los trabajos fueron buenos.
Pero la expectativa en torno al año 2000 es que iba a haber muchos, muchos buenos empleos, y esto no está pasando. Al contrario, la mayoría de los empleos que se han creado desde 2008 no tienen nada que ver con aquel espejismo: son un ultraprocesado laboral. No solo están mal pagados y tienen muy pocas posibilidades de promoción, es que cada vez es más habitual que las grandes empresas organicen sus recursos humanos como si fueran máquinaria, en torno a procesos muy estrictos controlados por tecnología. Como los ultraprocesados, estos “trabajos” se parecen en su aspecto a esa idea del trabajo del siglo XX, pero están llenos de aditivos, conservantes y grasas trans. Como consecuencia, estos trabajos se deshumanizan y mucha gente se siente un parte ínfima de un engranaje anónimo donde no significas nada.
Y, ¿qué ocurre? Que todo el andamiaje cultural del siglo XX reposaba sobre esta idea de que iba a haber buenos trabajos. Una vida feliz era una vida donde uno se podía sentir realizado o, al menos, valorado, en esa actividad a la que dedicamos una parte tan importante de nuestra vida.
El trabajo, en el siglo XX, era un vehículo para la participación social. Hoy vemos emerger una nueva clase social que algún autor ha denominado magistralmente el “innecesariado”, una armada de gente que se mueve entre empleos que no requieren nada de lo que nos hace humanos, que se cubren con personas que son inmediatamente reemplazables, que no pertenecen, que casi ni son personas en el puesto de trabajo. Confundir el mito del empleo del siglo XX con las tareas que realizan estas personas es como confundir las espinacas con los Phoskitos.
Necesitamos urgentemente nuevos nombres y nuevas formas de distinguir el buen trabajo de esa otra categoría. Algunos estudios comienzan a hablar de la calidad del trabajo y encuentran que menos de la mitad de los empleos son buenos empleos.
Los millennials estamos atrapados en esta realidad. Crecimos con esa expectativa de encontrar la felicidad en la “carrera profesional”, pero solo una parte microscópica de nuestra generación parece haberla encontrado.
Resulta que, para sorpresa de nadie, la correlación entre trabajo y la percepción de tener una buena vida es altísima. El 72% de las personas que tienen un buen trabajo dicen tener una buena vida, frente al 32% de los que tienen un mal trabajo.
En otras palabras, no existe, a día de hoy, un ideal de buena vida sin un buen trabajo. Todo lo contrario de lo que oimos todos los días cuando parece que tenemos que darnos con un canto en los dientes con que no haya paro. A calorie is a calorie, decían. No te quejes, que al menos tienes trabajo, dicen ahora.
¿Volverá el paradigma del buen trabajo? No creo, la tendencia de la economía mundial es la contraria: a generar unos pocos muy buenos puestos de trabajo, muchos puestos malos y dedicar cada vez más y más dinero a un sector que no genera empleo: la vivienda.
¿Por donde empezamos, entonces, a inventar un nuevo ideal de buena vida? Yo creo que el reto del siglo XXI es enfrentar, de una maldita vez por todas, el gran tabú que lleva persiguiendo a la economía y a la sociedad los últimos 30 años; la utopía que propuso Keynes hace 100 años: el fin del trabajo.
O mejor dicho: el fin de la obligatoriedad de trabajar por cuenta ajena para ser partícipe de la sociedad. No porque la tecnología haga que crezca el desempleo, que no parece que vaya a ocurrir (más bien la gente se seguirá empleando en lo que sea para pagar el alquiler) sino porque, como sociedad, seamos capaces de superar esta fase infantil de la historia y entrar en otra mucho más rica, más vibrante, más plena, donde no haga falta dejarse la vida en el tajo para sobrevivir.
Y sí sea necesario, para estar en sociedad, contribuir de una manera real y responsable y verdadera: creando, aprendiendo, generando valor, conectando, cuidando y haciendo todas esas cosas que los humanos hacemos muchísimo mejor que repetir la misma tarea en la fábrica o en la oficina.
Y el primer paso hacia este horizonte está clarísimo y está al alcance de nuestras manos: es una reducción radical de la jornada laboral, como la que proponemos las empresas que hemos implementado la semana laboral de 4 días.
Igual que quien dice que el dinero no da la felicidad, hay muchos que dicen que el trabajo no es más que un medio de subsistencia, algo ajeno a nosotros, como si pudiéramos separar esas 8 o más horas diarias de nuestra "vida real". El trabajo es donde destinamos gran parte de nuestra energía creativa, y una de las necesidades básicas del ser humano es poder emplear sus dones y talentos para autorrealizarse y para sentir que está aportando algo a la sociedad. Si nuestro trabajo es mediocre, no aporta nada, podría hacerlo una máquina o incluso contribuye a empobrecer la sociedad, ¿cómo no vamos a sentirnos infelices? La búsqueda de un empleo con significado es uno de los grandes retos de nuestra generación, porque los trabajos que más nos llenan no siempre son los que la sociedad valora económicamente, lo que resulta en una gran precariedad o en renunciar a lo que nos apasiona para poder comer. Quizá la respuesta pase por buscar otros modos de vida menos dependientes de ganar un salario grueso y estable (más fácil decirlo que hacerlo, por eso es un reto!).
En relación a lo que cuentas, te recomiendo que eches un ojo al libro de mi amigo Guillermo Abril, Los irrelevantes. https://tienda.lafabrica.com/narrativa-contemporanea/8351-guillermo-abril-los-irrelevantes-9788417496531.html