Algo personal.
El 26 de febrero sale a la venta mi primer libro. Estas es la historia que me ha empujado a escribirlo.
Bajo cualquier criterio demográfico yo soy, como dice Manuel Jabois, una hija del desarrollismo. Nací en Madrid, en un barrio que había sido obrero pero se estaba transformando a toda velocidad en uno de clase media. Mis padres venían de dos estirpes distintas de pobres. Mis abuelos maternos habían inmigrado desde Extremadura huyendo de la miseria del campo latifundista. Los padres de mi padre, por el contrario, pertenecían a esa tradición de madrileños, listos como y por el hambre, que Pío Baroja bautizó como “golfos” y que “vivían al día, sin previsión ni ahorro; trabajaban cuando podían y gastaban cuando tenían”.
Mis padres, que nacieron en el momento justo y supieron aprovecharlo, se subieron al tren del Estado del Bienestar y en unos pocos años construyeron una familia de clase media en la que nacimos mis hermanos y yo.
Como todos los niños de mi generación, nosotros crecimos siendo el tesoro de la familia, su gran proyecto. La primera cohorte de seres humanos que no iba a saber lo que se siente todos los días de la vida al ser pobre. Cuando éramos pequeños, jugábamos con los adultos a “qué quieres ser de mayor”, un juego en el que, desde pequeñitos, teníamos que tener un plan para el futuro que permitiera a la imaginación de nuestro interlocutor —que en realidad era el único que entendía de lo que estábamos hablando— volar y desplazarse a un mundo beatífico de progreso y prosperidad donde todos los niños íbamos a ser médicos, arquitectos y astronautas.
Así, nuestra vida discurría por un camino social alquitranado, que diría Robe. La hoja de ruta consistía en recorrer la distancia más corta entre el lugar donde estábamos de niños y el que debíamos ocupar, cuando fuéramos mayores, en el futuro que habían imaginado nuestros padres para nosotros.
Pero yo descarrilé.
Primero cometí un error: me equivoqué de carrera. La que elegí era un suplicio. La facultad era una inmenso scriptorium donde 10.000 amanuenses reproducían en montañas de papel lo que decía el profesor durante horas. Era un disparate. La universidad entera se comportaba como si no estuviéramos el siglo XXI y no hubiera, en la planta sótano, un montón de modernas máquinas para hacer fotocopias.
La disciplina nunca ha sido mi fuerte. Así que, incapaz de encontrar algo que aprender en aquellas aulas, dejé de ir.
Pero el destino fue generoso y me propuso otro plan. Siempre me habían gustado los ordenadores y empecé a frecuentar círculos de hackers, entusiastas de Internet, aficionados al software libre y gamers. Pasé tanto tiempo en esos ámbitos que me desconecté de la vida que me habían planificado. Nunca terminé la carrera. Atada todavía a aquella identidad de hija del desarrollismo encontré varios trabajos, primero, y me hice empresaria, después, pero seguí manteniendo una existencia dividida entre el mundo “real” y el de la Red.
Cuando nacieron mis hijos llevaba una década manteniendo una doble vida. De día era la mujer que todo el mundo esperaba que fuera, con un trabajo de oficina, un novio y un pisito en Lavapiés; por las noches tenía otros nombres y otros amigos y vivía, conectada, en algunos de los lugares más exuberantes de la Red.
Hace cinco años me diagnosticaron autismo. Lo más difícil de este síndrome no es que las cosas que resultan sencillas para la mayoría, como ir a un cumpleaños infantil o discernir con quién tienes que ser simpática, a ti te manden a la cama con un Lorazepam. Es que mi cerebro obsesivo, inflexible e inagotable no se relaja en los lugares comunes y las nociones prefabricadas que existen para que tengamos una visión compartida y plácida del mundo. El cerebro autista no sabe conformarse: lo cuestiona todo y necesita encontrar su propia verdad a toda costa.
Esto tiene un precio altísimo, porque te obliga a vivir aislada en tu propio mundo, dolorosamente sola, lejos del abrigo de esa cosmovisión compartida. A ser un bicho raro, discordante y testarudo. Por eso muchas personas autistas —como Elon Musk, Bill Gates o Steve Jobs— dan la sensación de ser unos iluminados solitarios siempre a punto de subirse a pontificar sobre un tambor de Dixan.
Pero es que precisamente para esto sirven los autistas. Por eso la evolución ha favorecido la supervivencia de un gen que es tan debilitante para quien lo porta: para poder ver las cosas que otros no ven. Para abrir la mente de nuestra especie a otras perspectivas. Las personas autistas somos un artefacto desde el que la sociedad puede ver más allá de sus propias convenciones.
Y a mi aquella doble vida me había dado una perspectiva única, ¡extraordinaria! desde la que observar el mundo. Podía entender, al mismo tiempo, las grandes transformaciones que se estaban sucediendo en la tecnología y en la economía, y el impacto que esos cambios, a menudo mal comprendidos, provocaban en la psique, en las proyecciones y en las esperanzas íntimas de la gente común. Desde ese lugar podía observar como el progreso avanza claramente en una dirección, pero la sociedad avanza en otra. En esa incomprensión se ha extendido un miedo al futuro que nos atenaza y nos condena.
Y yo podía hacer algo por devolverle a la gente, a mi gente más querida y más cercana, la confianza en el futuro y en nosotros mismos.
Hace algo más de un año decidí dejar atrás la vida de la mujer neurotípica en la que me había refugiado y abrazar esta otra identidad de señora iluminada subida a un tambor de Dixan. Entonces vendí mis empresas, abrí este blog y empecé a escribir un libro, que se llama “Hijos del optimismo” y que ¡por fin!, después de muchos meses de trabajo, saldrá a la venta el próximo 26 de febrero.
Hijos del optimismo comienza con un recorrido por la historia reciente para llevar al lector —cualquier lector, no hace falta que tenga estudios en economía, ni siquiera universitarios— a comprender lo extraordinario del momento que estamos viviendo. Hace 25 años, el motor de progreso económico que había alentado la construcción de las sociedades democráticas se paró. Y todavía no sabemos por qué. Las crisis que vivimos —del ascenso de la extrema derecha a la insatisfacción de los hombres jóvenes y la bronca generacional— no son hechos aislados sino la consecuencia de ese fallo generalizado del modelo económico.
Si no estamos sabiendo arreglarlo, es porque no entendemos la avería realmente. Y esto sucede porque los instrumentos que usamos —como la economía o la sociología— se han convertido en sistemas casi religiosos, que dan apariencia científica a lo que en realidad es un modelo político.
Hijos del optimismo propone entonces un nuevo paradigma para observar y comprender la economía y más allá: la vida común de los seres humanos. (Aquí, más o menos, es cuando el lector se da cuenta de lo de la autista iluminada :p).
El mundo no es tal y como lo conocíamos
El germen de esta idea lleva viviendo en mi cabeza, rent-free, durante 20 años. Desde que, en esos primeros años de hacker, lei Vender vino sin botellas, un texto mítico de uno de los pioneros de Internet que se llamaba John Perry Barlow y analizaba lo que entonces parecía la gran crisis que iba a provocar la Red: el colapso de las leyes de propiedad intelectual.
Lo explicaba así:
El acertijo es el siguiente: si nuestra propiedad se puede reproducir infinitamente y distribuir de modo instantáneo por todo el planeta sin coste alguno, sin que lo sepamos, sin que ni siquiera abandone nuestra posesión, ¿cómo podemos protegerla? ¿Como se nos va a pagar el trabajo que hagamos con la mente? Y, si no podemos cobrar, ¿que nos asegurará la continuidad de la creación y la distribución de tal trabajo?
Puesto que carecemos de una solución a lo que constituye un desafío completamente nuevo, y al parecer somos incapaces de retrasar la galopante digitalización de todo lo que no sea obstinadamente físico, estamos navegando hacia el futuro en un barco que se hunde.1
Barlow, que además de hacker escribía las letras de los Grateful Dead de Jerry García, estaba preocupado por los autores de la música y las películas, los libros, el software y las cosas a las que se dedicaban él y sus amigos de Bay Area, California.
Pero a mi lo que se me quedó clavado, y después fue larvándose durante dos décadas en mi obsesiva cabeza, fue esa parte donde decía que todo lo que no fuera “obstinadamente” físico se volvería gaseoso y dejaría de ser intercambiable en la economía. Y es que parece que lo físico es un estado binario —una cosa es física o no lo es— pero no es así. Casi podríamos decir que no existe nada en nuestra realidad que sea obstinadamente físico. Todo lo que conocemos —incluso la materia— lo podemos reducir a información: lo podemos escribir como un conjunto de genes, o de elementos de la tabla periódica: lo podemos digitalizar.
De manera que era una cuestión de tiempo que lo mismo que ocurrió con la música y las películas en los primeros años 2000, cuando las redes hicieron posible que se intercambiaran sin pasar por los mercados, ocurriera con todas las demás cosas a las que habíamos confiado las economías del mundo. Y así fue.
Con los años, cada vez más ámbitos de la economía (las agencias de viajes, las sucursales bancarias, las tiendas, etc.) se fueron esfumando. Con ellas, los empleos que habían dado lugar a las clases medias de los países también desaparecieron. Así llegamos al futuro, como decía Barlow, “navegando en un barco que se hunde”.
Los hijos del optimismo
La otra cosa que se le escapó a Barlow fue que no era la tecnología la que estaba produciendo esa digitalización de todo lo físico. A veces los tecnólogos —supongo que como todo el mundo— sobrerepresentan el objeto de su estudio. Pero la fuerza imparable que estaba haciendo posible transformar enormes ámbitos de la vida en información digital era la irrupción de la primera generación que, en todo el mundo occidental, había ido a la universidad para convertirse en la “generación más preparada de la historia”. Éramos esos niños del desarrollismo, los hijos del optimismo, los que estábamos llegando a la edad adulta equipados con una nueva cultura de la abundancia y un arsenal de habilidades técnicas e intelectuales de las que no había disfrutado ninguna otra cohorte de seres humanos antes. Y estábamos poniendo el mundo patas arriba.
Por eso, argumento en el libro, la economía industrial se paró en el mismo momento en el que los millennials nos hicimos mayores, y continuó menguando mientras se fueron incorporando nuevas cohortes de GenZ. Estas generaciones somos la criptonita de la sociedad del siglo XX: su némesis.
Y no hay vuelta atrás. Seguir adelante con las categorías heredadas de la Revolución Industrial solo puede conducirnos a un callejón sin salida. Los seres humanos del siglo XXI somos una especie distinta de todas las que nos antecedieron y nuestra sociedad no puede funcionar con las mismas normas que lo hacía la de Adam Smith. De manera que lo que nos corresponde hoy a los hijos del optimismo es coger el timón de nuestras propias vidas y cambiar el rumbo.
Preventa y lectura compartida
Hijos del optimismo es un libro ambicioso, muy ambicioso. Que habla de las grandes incógnitas de la economía —como el enigma de la productividad— pero también de la brecha generacional, de la inteligencia artificial, de lo que está ocurriendo con la vivienda, de la acumulación de la riqueza, de la polarización o del ascenso de la extrema derecha.
Pero también es un libro accesible, pensado para todas las personas que tienen una mente abierta y ganas de comprender. Y está narrado como si fuera un relato, un cuento, la historia de nuestras vidas. La de los niños que fuimos los primeros de nuestra familia en ir a la universidad y la de nuestros padres. El cuento de cómo hemos llegado hasta aquí, de por qué se han roto todas las promesas que nos hicimos y lo más importante: cómo podemos salir de este bucle de miedo, confusión y odio y retomar el control sobre su nuestras vidas.
Es un libro, igual que yo, testaduramente optimista. ¡Y que espero que también sea contagioso! Que nos devuelva la confianza en el futuro, y en nosotros mismos.
Si crees que te puede interesar, te invito a reservarlo ya en tu librería de referencia. Ya está disponible en preventa en Amazon, El Corte Inglés, La casa del libro, Agapea y la web de la editorial, Debate. Las personas que lo adquieran en preventa podrán participar, durante el mes de marzo, en una lectura compartida en la que iremos desgranando los contenidos del libro a lo largo de cuatro semanas. Las actividades serán online y se podrán seguir a ritmo de cada uno, sin tener que estar conectados en un momento preciso.
En los próximos días sacaremos la hoja de inscripción de esa actividad para todos los que hayan reservado. Mientras tanto, podéis visitar la web y apuntaros a la presentación, que será el 19 de marzo en Madrid, o a la newsletter, donde iremos anunciando otras actividades. Si tenéis un minuto, os estaría muy agradecida si me contáis en los comentarios lo que os sugiere todo esto.
Un abrazo!
https://biblioweb.sindominio.net/telematica/barlow.pdf





Enhorabuena, María y esperando al 26 de febrero
Leo y llego a la conclusión que "Hijo del Desarrollismo" me representa como pocas lo habían hecho hasta ahora.
Hacía muchos años que no sentía tan claramente que hablaban de mi. De mi mundo y de mi generación.
Con esta lúcida concepción de toda una generación, ya tengo claro que "Hijos del Optimismo" será una lectura obligada y deseada del 2026.
Hay muchas razones más, obvio. Pero la más fácil es que los textos de María siempre son profundamente inspiradores y es evidente que en este libro hay puestas sus mejores energías.
¡No me lo perderé!