La maldición de los 140 caracteres
La razón por la que millones de personas se vuelcan en las redes no tiene que ver con una incapacidad técnica —o, peor, moral— para construir naves espaciales, sino con una preferencia consciente.
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Hay una frase célebre de Peter Thiel que captura con dolorosa elocuencia la frustración de nuestra época:
“Nos prometieron coches voladores pero, en su lugar, nos dieron 140 caracteres”.
En esas pocas palabras, Thiel explica cómo la sociedad de hace 30 o 40 años se frotaba las manos con un futuro de colonias en la luna, de viajes espaciales y robots para todo, de nanotecnología y seres humanos biónicos, de ingenieros y fábricas de microchips. De pronto, sin previo aviso, todo se torció. En su lugar, apareció un mundo de “distracciones” lleno de gente más preocupada por hacerse selfies comiendo tostadas de aguacate y tomando café de especialidad que por poner en marcha nuevas industrias de alto valor añadido. ¡Maldita sea! Pareciera como si el tren de la historia, que hasta el año 2000 rodaba a la velocidad de un meteórito hacia un futuro de ciencia ficción, hubiera cogido el desvío equivocado y estuviera descarrillando a cámara lenta, amenazando a cada paso con pararse, hacernos bajar y dejarnos tirados a todos en cualquier cuneta.
Pero no es así.
Lo que Thiel y tantos otros no terminan de comprender es que la sociedad del siglo XXI no ha fracasado en crear un futuro tecnológico; lo que ocurre es que ha creado uno distinto del que se imaginaron ellos. La razón del éxito de las redes sociales no tiene que ver con una incapacidad técnica —o, peor, moral— para construir naves espaciales, sino con una preferencia consciente; y es que la necesidad que prometía satisfacer el coche volador y la que satisface Twitter con sus 140 caracteres son, en esencia, la misma. Solo que Twitter lo hace mucho mejor y con menor coste.
Esa necesidad es la de conectar con otros seres humanos: nuestra principal preocupación como especie. Si las girafas tienen largos cuellos para llegar a las hojas más altas y los leones han desarollado la fuerza para cazar, los humanos dependemos para sobrevivir de una capacidad inigualada para crear y sostener grupos sociales hipercomplejos. Al contrario, el aislamiento es una sentencia de muerte para nosotros.
Por eso establecer lazos con otras personas es nuestra primera ocupación y el objeto de casi todas las innovaciones que hemos creado hasta hoy. Para ser capaces de conectar con otros en la distancia inventamos la lectura, la escritura, la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la prensa, la televisión, los trenes, los aviones y los coches. Para poder formar grupos sociales más complejos inventamos la higiene, los antibioticos, el saneamiento y hasta el hormigón, que es lo que hace posible que construyamos edificios de muchas plantas. También las leyes, las normas y las formas de gobierno, la burocracia y la administración de justicia fueron creadas para que pudiéramos tener relaciones cada vez más complejas, más sofisticadas y mejor ordenadas entre grupos crecientes. Nuestra historia es la de una especie aprendiendo a crear relaciones más y más complejas.
Y aunque todavía no ha pasado el tiempo suficiente para decirlo con rotundidad, ya podemos intuir que la extensión de Internet —que, por supuesto, coincidió con ese supuesto descarrilamiento del proyecto civilizatorio del siglo XX—, ha sido el segundo gran salto adelante en esa historia, solo superado por la invención del lenguaje, hace centenares de miles de años.
De manera que, si alguien abandonó la trayectoria de progreso que había dibujado la sociedad industrial, fue porque se encontró con una posibilidad mejor. Porque el coche volador —que, por otra parte, ya existe: se llama “helicóptero”— no aportaba apenas nada a las bondades del coche ordinario. Y tampoco parece que hubiera mucho que hacer en unas hipotéticas vacaciones en la luna. Desde luego nada que compensara dedicarle una vida de trabajo atado a la pata de una mesa en una oficina. El sueño del siglo XX no murió asesinado, sino de aburrimiento.
Por el contrario, la posibilidad de abrir tu ordenador y transformarte de golpe en el protagonista de una “ventana indiscreta” global es un sueño civilizatorio jamás experimentado; un mar sin fondo que promete satisfacer nuestra insaciable curiosidad y abrir un campo infinito a esa necesidad de relacionarnos con otros. No hay vuelo supersónico que pueda competir con semejante propuesta de valor.
Por esta razón estamos obsesionados con Internet. La cantidad de información que volcamos en ella se ha multiplicado por billones y todavía se duplica cada dos años en una progresión mareante que da fé del interés y el deseo que sigue capturando la posibilidad de aprender, o de tejer relaciones, o de crear sin límites que nos ofrece la red.
Esta misma posibilidad de convertirse en escritor aquí, en Substack, que era un privilegio que hace unas pocas décadas solo estaba al alcance de un puñado de hombres, es el mejor ejemplo. Y lo mismo ocurre con la posibilidad de tener tu propio programa de televisión en Youtube, o de intercambiar con una comunidad que no habría podido ni soñar con existir sin la red. Internet ha dado lugar a una nueva forma de existencia, algo que ningún avión más rápido podría haber conseguido.
Así que nadie nos “dio” 140 caracteres como en el timo de la estampita: los elegimos. Elegimos este camino de progreso frente a los coches voladores y los robots porque nos gustaba más, nos hacía más felices y más eficaces.
Lo increible es que le prestamos poquísima atención a este fenómeno. Constantemente lo comparamos con una forma de distracción, con una desviación del camino verdadero de la humanidad, como en el cliché de los jóvenes que se hacen selfies. El suceso más transformador de nuestra biografía sigue empañado por el disgusto que tienen un montón de nostálgicos del siglo XX que se habían criado leyendo comics de superheroes, pero también por una realidad más oscura: y es que es antieconómico.
Literálmente: cuanto más crece la sociedad del conocimiento, la sociedad digital, más encoge la economía que conocemos. Y es que lo que diferencia a la Revolución Digital del sueño futurista del siglo XX es que no requiere las inversiones que requirió la Revolución Industrial, ni produce los mismos puestos de trabajo. Las grandes transformaciones industriales necesitaban un capital inmenso para construir fábricas, líneas de ferrocarril, centrales eléctricas, minas y astilleros. Eran obras faraónicas que modelaban el paisaje físico y social a la vez: donde se levantaba una fábrica, surgía un barrio obrero, y con él escuelas, hospitales, bares y periódicos locales. La riqueza se medía en acero, en carbón, en kilómetros de vías o en toneladas producidas. Casi todas las personas que son ricas hoy, lo son gracias a ese proceso. La creación de las clases medias en Occidente es inseparable de aquel momento de desarrollo material.
Pero la Revolución Digital no necesita levantar fábricas y no mueve toneladas, sino bits. Su materia prima es el conocimiento, su infraestructura básica es la red, y su energía es la atención. Cuando renunciamos a transformar el mundo físico a cambio de crear mundos nuevos, abrimos la puerta al desierto de oportunidades laborales para millones, con sueldos estancados y con una precariedad que los viejos magnates del acero jamás habrían comprendido —y siguen sin comprender.
Así que quién está perdido, sin rumbo, como en un tren a punto de descarrilar, no es la sociedad, sino la economía. Y, con ella, esa organización de los países que lo había fiado todo a que el mercado y el pleno empleo se iban a hacer responsables de que hubiera un lugar en el mundo para cada persona y una recaudación suficiente para pagar los servicios públicos. Esto, y no la incomparecencia de los coches voladores de Peter Thiel, es lo que produce el embrollo civilizatorio en el que estamos atrapados.
La paradoja es brutal: hemos alcanzado la civilización más conectada, más creativa, más inteligente de la historia, pero sin un modelo económico que la sostenga para todos.
Por eso la tarea no es volver a la vía de los coches voladores. Si no tiene ningún sentido intentar resucitar el modelo industrial del siglo XX no es solo porque sea imposible, ¡sino porque sería indeseable!
En su lugar, podríamos pensar cómo hacer de esta sociedad donde tantas cosas —como la energía, la información e incluso la comida— se están volviendo abundantes, un lugar mucho mejor.
Muy interesante 😃. Lo incluimos en el diario 📰 de Substack en español?
Que bien escribes, joder. A veces no puedo ni atender al contenido.... (es casi broma). Tengo mucha curiosidad en como te brota la idea. Gracias por compartir.