Elegimos ir a la luna. Elegimos ir a la luna en esta década y hacer las demás cosas, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, porque esa meta servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades, porque ese desafío es uno que estamos dispuestos a aceptar, uno que no estamos dispuestos a posponer y uno que tenemos la intención de ganar, junto con los demás. […]
El crecimiento de nuestra ciencia y educación se enriquecerá con nuevos conocimientos sobre nuestro universo y entorno, con nuevas técnicas de aprendizaje, mapeo y observación, con nuevas herramientas y computadoras para la industria, la medicina, el hogar, así como para las escuelas. Instituciones técnicas cosecharán los frutos de estos logros.
John Fitzgerald Kennedy, “We choose to go to the moon”, discurso sobre el Plan Nacional Espacial en la Universidad de Rice, Houston, Texas, 1962.
En el año 1962 existía entre la población americana la percepción de que EE.UU. estaba perdiendo la carrera espacial frente la Unión Soviética. La URSS había conseguido unos meses antes poner a Yuri Gagarin en órbita, el primer hombre en el espacio. La cosa no era trivial porque entonces se pensaba que quien dominase el espacio, dominaría el mundo.
El presidente Kennedy, que entendía cómo el devenir de una nación tan simbólica como la suya dependía de los mitos a los que se aferrase, se subió a un atril en Houston, sede de la NASA, y pronunció uno de los discursos más famosos de la historia, “We choose to go to the moon”, donde se comprometió a llegar a la luna antes del final de la década.
En aquellas palabras, que dieron lugar a la aventura más compleja y más exigente que habia emprendido nunca la humanidad, solo fallaba una cosa: en el momento de pronunciarlas, el gobierno americano no tenía ni la más remota idea de cómo materializar esa promesa. Ni la tecnología, ni los recursos humanos, ni el conocimiento necesario para llegar a la luna existían en 1962. Como la propia NASA reconoce, en los cinco años que transcurrieron hasta el éxito de la misión del Apollo XI, se desplegó un esfuerzo sólo comparable a la construcción del Canal de Panamá o al Proyecto Manhattan, que creó la bomba atómica.
Es fascinante pararse a pensar en cómo hemos pasado, en tan poco tiempo, de aceptar e incluso exigir de nuestros líderes ese nivel de visión e idealismo, a todo lo contrario. Hoy, si un político plantea un objetivo, aunque sea tan exiguo como un ingreso mínimo vital, le exigimos un libro blanco, tres proyectos piloto y un ejército de académicos que le den su bendición antes de atraverse siquiera a intentarlo. Si hoy un presidente de Estados Unidos se comprometiera a llegar a Marte en menos de ocho años sin saber ni por dónde empezar, no terminaba el mandato.
Hoy la primera línea de defensa de quien no quiere que cambie nada es decir que es imposible. Desde que hace más de 4 años fui una de las primeras empresarias en implantar en España la semana laboral de 4 días he sido espectadora de excepción de esta película. (Y eso que la semana laboral de 4 días no es ni la mitad de revolucionaria que los cambios en la organización empresarial que llevó a cabo, por ejemplo, Henry Ford en los años 30).
Pero es que las transformaciones del mundo nunca son posibles hasta que ocurren. Si fueran posibles, no serían transformaciones. Y no solo eso: la razón por la que uno -una persona, un país, o una civilización- se propone un reto, no es porque sea fácil y posible, sino precisamente porque es imposible. Porque es difícil, porque ese esfuerzo, como decía Kennedy, sirve “para organizar lo mejor de nuestras energías y habilidades”. Porque nos obliga a esforzarnos y aprender para ser mejores.
En un par de días inauguramos el segundo cuarto del siglo XXI en mitad de un aluvión de turbulencias. Vivimos en un mundo desnortado que necesita desesperadamente un nuevo mito y nuevos desafíos para seguir mirando hacia adelante, seguir aprendiendo, seguir extendiendo los límites de la ciencia y de la educación. Mucho más que ningún límite material, lo que nos mantiene atados a esta especie de infelicidad colectiva es que nos hemos vuelto incapaces de imaginar y de perseguir lo imposible.
Pero, ¿Y si fuera 2025 el año en que nos atrevamos a soñar de nuevo? Podría ser el año en el que, por ejemplo, enfrentásemos de una vez por todas que el trabajo tiene que pasar a ser una de las cosas que hagamos en la vida, pero no la única. El año de poner los mecanismos para tener tiempo y espacio para aprender y para explorar, no porque seamos unos vagos, sino porque esas son las habilidades que van a generar valor en el siglo XXI.
Podría ser el año en el que nos demos cuenta de que después de conquistar los confines de la tierra, el fondo de los oceanos y el espacio exterior, lo que nos queda por delante en esta década es conquistar el espacio interior: mirarnos hacia dentro y explorar el ecosistema que existe dentro de cada uno de nosotros. La última frontera del ser humano no está a trillones de kilometros de distancia, sino en el infinito universo de la conciencia; consiste en entender cómo funciona la inteligencia humana y cómo podemos conectar mejor unas conciencias con otras.
Podría ser el año en el que nos diéramos permiso para cuestionar las cosas que en la vida nos han venido dadas -que para algunos es una identidad de género, pero para otros es una identidad profesional, o una forma de vida- y empezásemos a explorar qué ocurriría si eligiésemos una cosa distinta.
Son tres retos imposibles que no deberíamos estar dispuestos a posponer.
¡Feliz 2025!
Créditos: Foto de Mathew Schwartz en Unsplash