El coronel, a quien García Marquez no le dio ni nombre, llevaba 15 años esperando recibir la carta que le había prometido el gobierno, una que le confirmaría la pensión que le correspondía por sus servicios en el ejército. Pero la carta no llegaba y él y su mujer se morían de hambre en una casa miserable de un pequeño pueblo de Colombia.
Como el coronel, el capital, ese constructo cultural que hemos creado para referirnos al deseo de algunas personas de producir dinero con su dinero, lleva 25 años esperando que se cumpla una promesa que le habían hecho.
Hasta el año 2000 (década arriba, década abajo) el capital era un elemento central de la economía. Eso era así porque hasta ese momento la economía y el desarrollo habían consistido en extraerle a la tierra su riqueza y para eso hacía falta mucha fuerza. Uno tenía que abrirle una brecha al mundo, hacer una mina, extraer el hierro, transportarlo, fundirlo, moldearlo en una pieza, ensamblarla con otras y volver a transportarlas. Tanta fuerza no la podía aportar una persona sola. Ni un pequeño grupo. Hacía falta la unión de los esfuerzos de millares y millones en varios países para extraerle a la tierra un coche, o una lavadora. Y eso es lo que hacía el capital, adelantar ese esfuerzo en forma de dinero prestado. Por eso hasta el año 2000 el capital era el centro de la economía de lo que Pierre Teilhard de Chardin llamó la “geoesfera” (el mundo físico) y los poseedores del capital, los reyes de ese mundo.
Pero con la aparición de Internet la evolución humana cambió de rumbo. De pronto, las cosas más valiosas y las grandes innovaciones ya no nacían para seguir arrancándole cosas a la tierra. La riqueza estaba, cada vez más, en la “noosfera”, la esfera del pensamiento humano.
De pronto todas las grandes innovaciones del siglo XXI eran ideas como el método CRISPR, las vacunas mNRA, la mal llamada “inteligencia artificial”, las redes sociales o blockchain. Todas.
Y el problema para el capital es que en la noosfera la fuerza no vale nada. No hacen falta grandes capitales para crear ideas. Desde luego no hacen falta al mismo nivel que eran necesarios para construir presas, aeropuertos o para explorar el mar en busca de petróleo.
Al contrario, el salto que han producido los LLMs se ha dado por la colaboración de varias universidades con algunas tecnológicas, pero no dejan de ser unos pocos centenares de personas trabajando durante un número de años y repartidos entre varias entidades (muchas, públicas). Lo mismo pasó con el método CRISPR. Mientras, algunas tecnologías han puesto el mundo al revés con una mano delante y la otra detrás, como quien dice: como Whatsapp, Twitter o Instagram, entre muchas otras.
Mientras tanto, el capital, como el coronel, lleva 25 años esperando la carta que le devuelva al centro de la sociedad. Lo intentó en 2000 invirtiendo hasta la última peseta en cualquier cosa que acabase en puntocom. Cuando aquello no funcionó, se inventó los derivados de las hipotecas y creo la crisis de 2008 y la Gran Depresión que siguió. Y se sigue negando a aceptar que no va a ocurrir. Por eso se sigue inventando una burbuja tras otra, identificando cualquier cosa que pueda generar la ilusión de convertirse en una cosa grande e invertible dentro de un número de años suficientes como para haber vendido las acciones a un incauto.
Por eso existen las startups que pasan 10 años sin dar beneficios pero sumando una ronda de financiación detrás de otra. Por eso funciona el fenómeno de las criptomonedas y por eso la vivienda se está convirtiendo en el destino de todos los capitales que no caben en ninguna bolsa.
Desde la pandemia, el capital está metido en otra burbuja vinculada a algunas empresas tecnológicas. En los últimos años, las compañías que se llaman en el argot los 7 magníficos de la bolsa americana han visto multiplicar su valor bursátil -Microsoft (x3), Apple (x4), Amazon (x2), Meta/Facebook (x3), NVIDIA (x20), Tesla (x9) y Alphabet/Google (x3)- acumulan billones de dólares en expectativas no realizadas sobre su rentabilidad.
Y hace un par de días openAI, la empresa creadora de ChatGPT -que aun no cotiza- le puso la guinda a este pastel con la mayor ronda de inversión de la historia: 6.600 millones de dólares con una valoración total de la empresa de 157.000 millones. Un 50% más que el PIB de Barcelona, por comparar.
Y esto a pesar de que en los últimos meses ha habido varias llamadas de atención de algunos grandes players que advierten de que la mal llamada “Inteligencia artificial” no va a generar los beneficios suficientes para el billón de dólares que los inversores planean meter en ese saco. Esto es, que no es que la inteligencia artificial no vaya a cambiar el mundo, solo que no lo hará produciendo los beneficios que produjo el coche, o el petróleo, simplemente porque el mundo ya no funciona así.
Más tarde o más temprano (y yo creo que será más temprano) se acabará la música y todo el mundo saldrá corriendo a buscar la última silla que quede en la sala. Sería importante que esta vez, en lugar de ponernos nerviosos, llevásemos imaginado cómo sería un mundo en el que ya no es necesario el capital -ni el esfuerzo. Un mundo del ingenio. Un mundo donde todo, desde el tiempo hasta el sentido de la vida, pueden cambiar para mejor.
Fé de erratas: en una versión anterior de este artículo decía “trillón de dólares que los inversores planean invertir” en lugar billón, que es la cifra correcta.
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